Unidad Pastoral de San Blas
Parroquia de la Candelaria
Día vigésimo noveno. Estado de Alarma.
Sábado Santo, 11 de abril de 2020.
Conmovido Sábado, hermanos.
Hoy, las palabras deberían concentrarse en una sola palabra: SILENCIO. El Sábado Santo es un día para la espera silenciosa y la contemplación del madero. Sólo la cruz desnuda. El último lecho del Señor, pero sin Él. Y es en la contemplación, llena de gratitud y de ternura para los creyentes, donde nos citamos para orar. Ante la cruz renace una sabia piedad que liga vidas y muertes; que anida el dolor y las cruces de hoy y de siempre. Mirando a la cruz desnuda se entrecruza el llanto y el pecado, la finitud y la fe. En ella nos sabemos lastimados y heridos con Él. Y ante su soledad, nos experimentamos solos, con esa soledad que se transforma algunos días en abismo inexpresable. Y sentimos hoy la ausencia de Jesús, como la del Dios ausente del que muchos hablan, cuando el dolor les aprieta y se preguntan: ¿dónde está Dios?
La soledad herida de nuestra sociedad, es semejante a la que ayer observamos en el bajado de la cruz. En Él, herido y maltratado, puesto en los brazos frágiles de su Madre, muchos se preguntaban por qué un Dios así, por qué un Dios crucificado como nosotros. Por qué no un Dios poderoso que nos libre de la cruz. Y muchos de ellos dejaban de creer. ¿Para qué sirve un Dios sufriente semejante a nosotros? Son preguntas eternas de la humanidad, ante el que nos fue puesto por el Padre como signo de contradicción.
Para la Iglesia, el Sábado Santo es un día sin culto, sin misas, sin adornos. Un día santo presidido por la austeridad de esa sola cruz, abandonada tras la muralla de Jerusalén. Esta cruz de Jesús, madero santo, nos invita a los cristianos al silencio. A un silencio, en el que caben también las preguntas, la espera inquieta, o los gritos desesperados. Pero a un profundo silencio de fe y esperanza en el que renace la adoración silenciosa, los gestos amorosos de piedad, la oración íntima del corazón y la aceptación sosegada de la vida y la muerte. En este sábado silencioso se hacen vida el arrepentimiento, las lágrimas emocionadas, el susurro afectivo, y la humilde conversión.
Esto dice una homilía antiquísima, que se lee en el Oficio de Lecturas del gran y santo Sábado: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra temió sobrecogida, porque Dios se durmió en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.
Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: «salid»; y a los que se encuentran en las tinieblas: «iluminaos»; y a los que dormís: «levantaos».
A ti te mando: despierta tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona.»
Estos párrafos son aplicables a nosotros, a nuestra situación. Y así, el Sábado silencioso y contemplativo, se nos transforma en un día de esperanza. Y en él intuimos que la muerte será vencida. En él esperamos con paz el tercer día, la madrugada del domingo, el amanecer de una eclosión única de vida nueva y resucitada. Una manifestación preparada por Dios durante siglos, y que conmocionará profundamente a la tierra. La nueva luz, nacida de lo alto, que necesitan los hijos amados de Dios.
Silencia. Y ora en lo secreto, en la desnudez de tu cuerpo o de tu alma dolorida. Espera. Mira. Llora. Deja que el silencio de muerte te conmueva el alma y te ayude en el camino de esa urgente conversión, a la que somos llamados en la pandemia. Esta tierra necesita hombres y mujeres decididos, que construyan un mundo de hermanos, y no de lobos. El Reino por el que murió y resucitó Jesucristo.
Oremos por los difuntos, los que se entregan con pasión, los enfermos y los sufrientes.
Padrenuestro…
Dios te Salve María…
María se mantuvo vigilante y contemplativa en el dolor y en la espera de la promesa, mientras su Hijo dormía en el sepulcro.
Mañana puedes enviarme una foto con la luz de tu vela, para que alumbre en la Vigilia de Resurrección, pidiendo el fin de la Pandemia. Yo enviaré la homilía del Domingo de Resurrección.
Antonio García Rubio.