Reflexiones desde San Blas en tiempos de cuarentena – Día 37º

Foto (c) eperales (https://www.flickr.com/photos/eperales/114437205)
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Unidad Pastoral de San Blas
Parroquia de la Candelaria

Día trigésimo séptimo. Estado de Alarma.
Domingo de la Misericordia, 19 de abril de 2020.

 

Buenos días. Hoy os comparto la homilía dominical. Muchas gracias por aceptar estas palabras.

DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA

Hechos 2: «Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón.» Lee este texto pascual de los Hechos de los Apóstoles, y deja hablar a tu voz interior: Has de darle una vuelta a tu vida, humana y cristiana, en estos días de prolongada y cansada pandemia. Busca, me digo, te digo, la sinceridad de corazón entre tu vida y la Palabra de Cristo. No te acomodes a lo que no es. No des todo lo tuyo por bueno. Si te asfixia, no te conformes con mantener el estatus recibido. No te limites a lo protocolario, ni a mantener estructuras para consumo interno, ni a una mentalidad manipuladora o utilitarista para tus pequeños intereses. Tú, hermana, hermano, también me lo digo a mí mismo, eres un humilde discípulo del Resucitado; y, ante este mundo herido y destrozado, estás llamado a dar un primer paso y a facilitar su renovación y su transformación, la que necesita la humanidad, para superar esta gran crisis. Y puede ser la renovación de la misericordia.

Los textos de la Escritura, leídos en el ambiente pascual, son claros como el agua. Y te invitan a realizar la propuesta de amor entregado de Jesús. No te cierres en ti mismo. Pon a disposición de la Iglesia, y de los hombres, tu vida. Únela a las de tus hermanos, en torno a Cristo. Él las transformará en misericordia y en comunión. Ponte el mono de trabajo, la capucha silenciosa de orante y el delantal de servicio. Así se renueva la vida. Pon tus dones y tus medios a trabajar y a dar fruto. Vende lo que no te sea necesario. Arriesga lo tuyo, y anima a tus hermanos a hacer lo mismo con lo de tu comunidad. Y con todo ello, y fomentando redes solidarias, crea estructuras de trabajo, destinadas a los que nada tienen. Junto a tus hermanos, pon a los pobres, los parados y los sufrientes de la pandemia en el centro de tu alma. Con tu pobreza, ayuda a otros a levantarse. No se trata de dar un pez. Con tus hermanos, fabrica cañas para que otros puedan pescar sus peces. Y empieza a prepararte, y a preparar los medios necesarios, para, con renovada fe, y con generosidad de manos y de corazón, generar vida y riqueza común. Empieza tu preparación en este domingo de la misericordia.

Deja a un lado las pequeñas preocupaciones internas de tu mundillo y de tus grupos. Mírate las manos, tantas veces vacías, y prepáralas, como de Cristo que son, para ponerlas a servir a este mundo herido y desprovisto de lo esencial. Sal de las rutinas y las manías de tu mente autorreferencial. Dios se encarga, con su Espíritu de abrirte los caminos. Y únete también a toda la gente de buena voluntad que, desde la sociedad civil, siente la necesidad de un cambio profundo. Sal de los salones y las sacristías, ahora vacías. Sal ahora a través de las redes, y, cuando ya puedas, sal a la calle, al encuentro de la gente de tu barrio. Así lo haría el Señor. Es una sana oportunidad de servir junto a Él.

Salmo 117: «Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.» Ahora puedes resucitar con Él en tu casa. Puedes escucharle y hablarle, mientras dura la pandemia, en el silencio de tu hogar, o mientras tus hijos duermen. Haz silencio. Hazlo con tu esposa o tu esposo. Nada que no salga de lo profundo de un corazón auténtico y convertido, será beneficioso para la humanidad. No te pongas en marcha, mientras lo que tú sientes, el mundo necesita, y la Palabra ilumina, no estén sanamente arraigados y de acuerdo en tus entrañas. El trabajo a realizar te lo sugiere la Palabra. Y esta también te indica, en primer lugar, el camino interior, del corazón, del silencio que se convierte en sabiduría de Dios, y te despierta y vocaciona para salir en ayuda y en defensa de tus hermanos. Siéntate un día y otro, y otro, en silencio. Y escucha. ¡Escucha! Hasta que oigas los cantos de victoria en tu propio cuarto, en tu casa. Los cantos de victoria son las humildes luces y sinceras convicciones sobre la misión a realizar en este mundo. Escucharás esos cantos de misericordia, perseverando en oración.

1 Pedro 1: «Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo.» Has de ser probado, aquilatado al fuego de tu dolor y del dolor de tus hermanos enfermos, empobrecidos, pequeños, abajados del todo, como Cristo. Hazlo todo, siempre, con y como el Señor. Y hazlo alegre, porque la alegría nunca faltará en la casa del que ama; y, ligero de equipaje, sirve y fermenta el bien en la tierra. Déjate hacer por las manos sin guantes y llenas de misericordia de Dios, y por el humilde ejemplo de tantos pobres y enfermos. Con ellos, tú también, eres sal, eres luz.

Juan 20: «Luego dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» ¿Dudas? A ningún buen creyente le pillan de sorpresa tus dudas. Son también las suyas. Todos vamos en el mismo barco de dolor y soledad, de enfermedad y de muerte. Todos andamos trapicheando en el corazón con la duda, y con la gracia. Ambos polos nos atrapan entre sentimientos contradictorios. Como a Tomás te cuesta, me cuesta, desinstalarte por dentro, que es la desinstalación más dura de realizar. Te será costoso hacerlo luego por fuera. Y no te será fácil confiar y entregarte a realizar la misión del Resucitado, y, además, hacerlo como Él, sin queja alguna. Pero, si uno ama, no se da a medias. Cae de tu pedestal, de tus comodidades. Y acaba como Tomás, con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón roto por tu ceguera. Y alegremente, convertido en el silencioso encuentro con Jesús, reza así: «Señor mío y Dios mío». «Misericordia, Señor, misericordia».

Levántate, y mantente dispuesto a realizar esta misión de Misericordia, a la que te llama el Señor, junto a tus hermanos.

El santo de Asís, le oyó decir al Cristo de ‘San Damiano’: «Francisco, restaura mi Iglesia».

Antonio García Rubio.