Es inevitable y sanísimo sentir las épocas de congoja colectiva como ocasiones para que la sociedad entera y cada vida individual giren, se reorienten, mejoren desde sus raíces. Siempre que se sufre, casi más que el cese del sufrimiento, se desea ante todo encontrarle sentido. Cuando se sufre pensando que hay en ello mucho sentido, de alguna manera se deja en realidad de sufrir. Y si no se halla tanto, pero sí al menos algún importante y sólido sentido, entonces no se calma la pena, pero pasa a apoyarse en la esperanza: esa fuerza que es el impulso mismo de la vida, y que puede también dar lugar, si se basa en meras ilusiones, a los peores arbitrios.
No hay catástrofe que no obligue a alguna reflexión sobre sus causas y también sobre el efecto de desolación, inseguridad y temor que comporta. ¡Habría que corregir, en lo posible, tanto aquellas como este! Y cuando no cabe anular las causas, sí parece siempre posible prevenirse contra la angustia de la que hasta aquí nos han llenado nuestras desgracias.
Por más experiencias que se acumulen sobre la falta de eficacia de los proyectos de renovación que se han concebido así, los seres humanos insistiremos siempre en la necesidad de volver a consolarnos por este método. Simone Weil redactó algunas de sus mejores páginas involucrada en el esfuerzo de la Francia libre durante la Segunda Guerra Mundial. Es lamentable habernos quedado sin conocer de qué modo extremo habría reaccionado ante las imperfecciones, para decirlo suavemente, de la Cuarta República. Por su parte, Edmund Husserl pasó brevemente a la ensayística de agitación moral en los años de la República de Weimar, si bien en ese momento lo que nacía provenía de lo más ajeno a los principios que entusiasmaban al filósofo. Las tesis de Weil sobre las necesidades del alma, más aún quizá que la ardiente defensa del alcance práctico de la razón que se lee en Husserl, no quedan precisamente burladas por su falta de repercusión histórica inmediata y, desde luego, no eran quimeras.
Aun cuando los hechos muestren, con su descarada crueldad, que el ser humano, al recuperarse de los malos tiempos, quiere ante todo olvidar incluso lo bueno que concibió durante ellos para retomar los hábitos de antes con máximo ardor, nada en las verdades esenciales queda afectado, ni mucho menos mermado o refutado. Un hecho no se puede burlar de una verdad de ese rango, aunque a muchos guste a veces usar los hechos para apartarse de las verdades. A fin de cuentas, toda crítica de cómo somos ahora -vulnerables y temerosos- y de cómo seremos luego -olvidadizos y superficiales- «implica que creemos en una buena humanidad como posibilidad ideal»; así Husserl. Y será siempre cierto que es «una obligación eterna respecto de todo ser humano no dejarlo morir de hambre cuando podemos socorrerlo»; de modo que esta evidentísima obligación «debe servir de modelo para establecer la lista de los deberes eternos» que tenemos contraídos, queramos o no, con los demás; así Weil. Y la filósofa continúa por las que llama necesidades del alma, ya que son análogas al hambre -de la que enseguida morirá el cuerpo al que no se ayuda-. Simplemente parafrasear aquí las páginas que Weil dedicó a la necesidad de verdad es ya un consuelo e incluso un honor.
No hay necesidad más sagrada que esta y, sin embargo, libros, artículos y discursos, incluso si han nacido de la buena intención, es muy frecuente que estén llenos de falsedades. ¡Había el deber de haberse informado antes! ¿O acaso no se condenaría al encargado de manejar las agujas de una estación ferroviaria si, después de provocar un terrible accidente, alegara que manipuló de buena fe los mandos, pero sin intención de que nadie muriera? Weil se avergüenza de que se tolere la existencia de medios de los que se sabe que nadie que no consienta en alterar a veces adrede la verdad podría estar en su nómina. ¿O acaso vamos a distinguir, en semejantes publicaciones, lo verdadero de lo mentiroso basándonos en que será lo uno lo que nos gusta leer y lo otro lo que nos disgusta? ¿Cómo puede consentirse a la vez en que «organizar la mentira» para lanzarla a la gente que no puede quizá informarse en otras fuentes es «un crimen», y admitir a continuación que se trata de un crimen que no puede castigarse? ¿Hay que perseguir en los tribunales la calumnia, pero no en general la mentira o, simplemente, la falsedad publicada, incluso si no se la escribe con intención de engañar? ¿No hay que considerar un método constante de mentir la omisión de los datos que se conoce? ¿No es acaso la propaganda un sistema de tales mentiras? «No hay posibilidad de satisfacer en un pueblo la necesidad de verdad más que si cabe encontrar para servirla a gentes que amen la verdad».
Aquí está el punto grave: queremos que la verdad nos consuele, mucho más que la verdad misma. Posiblemente no hayamos sido educados en que la verdad importa más que nada, porque solo reconociéndola podemos luego ver cómo sacar de ella consuelo. Claro que cuando ponemos la sed de verdad por delante del consuelo, se nos tendrá que presentar ya siempre como una exigencia de cambio personal: tendríamos que pasar de los sueños a la realidad, de los juguetes infantiles a lo que realmente existe (así describía ya Heráclito este fuerte trance).
Hay precisamente algo supremamente real que existe justo porque no está a nuestro alrededor, porque no se lo ve, porque solo brilla por su ausencia: es la verdad de los ideales y los deberes que comportan; o, dicho mejor, es la existencia del bien pleno, que se traduce para nosotros en ideales morales, políticos y estéticos no imaginarios, no juguetes de orden superior y más terribles por más distraídos. ¡Por supuesto que existe el bien perfecto! ¿No veis que no lo hay? Justo porque no lo hay, existe: es el punto de apoyo de toda crítica y de todo anhelo; y sin anhelos y crítica, o sea, sin esperanza racional, en el fondo no se puede respirar.
Max Scheler escribió un luminoso ensayo sobre la renovación religiosa a raíz de la Gran Guerra. Advierte en él que el anhelo embellece su objeto enormemente, mas si el anhelo se llega a realizar, su objeto pierde súbitamente su resplandor. La gran cuestión es distinguir entre anhelos. Jamás puede el bien perfecto conducir a alguna forma de ingeniería social, sino a promocionar arriesgadamente la libertad. Por la vía de esta tergiversación perversa, el ideal cae trágicamente bajo sospecha. Y nuestras almas necesitan rehabilitarlo.
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Miguel García-Baró López es catedrático de Filosofía de la Universidad Pontificia de Comillas y miembro de la Comisión Diocesana por la Comunión