¿A quién se hace santo? Hemos visto discusiones sobre ese tema en los últimos días. Y es un hecho abierto a la opinión de todos. El Papa Francisco, siempre atento a la sensibilidad de los pequeños, los desalentados y los pobres, habla de recuperar a los santos de la puerta de al lado. Pero, ¿Quiénes son los santos? ¿Quiénes son los que se salvan, los que, según Jesús, entrarán en el Reino? Leemos en este domingo de Todos los Santos, en Apocalipsis 7: «Después, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos». Si derivamos la mirada a lo concreto y particular, y lo exaltamos en exceso, corremos el riesgo de mitificar, sacar de su contexto y ambiente, y arrebatar el toque de gracia que tiene cada vida humana, tocada por Dios. La Palabra considera que somos un pueblo de santos. «Siempre nos salvamos en racimo», decían nuestros mentores y formadores. Una uva sola, fuera del racimo o un grano de trigo solo, fuera de la espiga, se pierden. La hogaza y el tinto, el Cuerpo de Cristo, se hacen con la aportación y colaboración de todas las espigas y todos los racimos. Superemos la mentalidad individualista e insolidaria del cristiano que busca su propia salida, la salvación de su alma.
El Salmo 23 aclara: «Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob». Los viejos cristianos recuerdan la entrada de la familia de San Bernardo en el Cister. Era una familia particular, que se unía a una nueva familia, para hacerse parte de la gran familia. Nos hacemos santos en grupo, en comunidad, en familia, en racimo. Este es el grupo que busca al Señor: Vienen de la gran tribulación y buscan, Señor, su casa, tu Cuerpo, su familia, tu presencia. Son la multitud incontable donde moras. Los racimos se buscan unos a otros, como las espigas, pues se saben llamados a formar parte de una vida nueva y común, se saben ya, previamente vino y hogaza en abundancia, para alimento y alegría de vidas nuevas; de esa multitud inmensa, incontable, que ha dado la vida y se ha dejado triturar por amor. Somos parte de un pueblo increíble, donde lo que verdaderamente cuenta y contará es el pueblo que somos. Un pueblo de santos donde todos se asientan y entregan para olvidarse de sí, y formar una fraternidad universal, el Cuerpo de Cristo. En él, cada uno es una célula viva perteneciente a un órgano que, junto a otros muchos órganos forman el solo Cuerpo. El cristianismo es vida común. No es religión de ególatras, narcisistas o de individualidades. No es individualismo.
Pero en medio del bosque de la historia nos perdemos, nos mundanizamos y gestionamos la fe de modo parcial, interesado, individualista. La espera nos pierde, nos confunde. Y se trata de saber esperar. San Rafael Arnaiz hablaba, dentro de su enfermedad, de la importancia de ‘saber esperar’. Los Evangelios ofrecen parábolas y dichos de Jesús, que alientan al más bello ejercicio de espera, a mantener viva la esperanza sin ver. 1 Juan 3 «Queridos ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es». Aún no se ha manifestado lo que seremos. Juan nos abre el corazón propio y el de Dios. Seremos semejantes a Él. Seremos Comunión, un solo Cuerpo, acogidos en el Misterio Trinitario de Comunión. Seremos en Él, con Él, por Él, para Él. Una multitud incontable, lavada, purificada, bendecida, bienaventurada. Los bautizados son, somos, conformamos un pueblo de santos; y nos entregamos y sacrificamos como pueblo, como familia, como Cuerpo. Olvidemos el individualismo ambiental y cultural. Nuestra multitud vive por adelantado en la eucaristía la Fiesta de Todos los Santos, también de los de la puerta de al lado, de todos los hermanos ausentes, y de cada uno de nosotros, junto a los pobres. Todos Uno en Cristo, en el Espíritu, y con el Padre.
No seremos tú o yo, solos, los bienaventurados. Seremos bienaventurados todos. En plural. No se salva uno sólo. Dejemos de equivocarnos. La llamada de Cristo es a la santidad de todos. Nos podemos acoplar en unos u otros racimos, en unas u otras hogazas, pero todos; Pan y Vino en común, y bienaventurados. Bendecidos por el dolor y el sufrimiento, por el hambre y la sed, por las pobrezas, por las lágrimas, por la persecución, y bendecidos hoy por estas tres bienaventuranzas centrales. Meditémoslas, silenciémoslas en la oración con nuestra comunidad. Mateo 5, 1: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.» Y si no tenemos comunidad de referencia, ya la estamos buscando. Dejémonos de ser egos religiosos autorreferenciales. Olvidémonos de nosotros mismos. Hagámonos parte viva y responsable de un ‘NOSOTROS’ amado y eterno.