OCHO AÑOS CON FRANCISCO, EL NUEVO «JUGLAR» DE DIOS

Por Tíscar Espigares. Publicado en Religión Digital el 14.03.2021

 

El Papa saluda a Tíscar

Recuerdo perfectamente la tarde del 13 de marzo de 2013, yo me encontraba en Oviedo por motivos de trabajo, estaba pegada a la pantalla de la televisión del hotel donde me encontraba cuando contemplé la fumata blanca, y un poco más tarde vi la primera imagen del nuevo Papa, desconocido entonces para mí como para muchos, que apareció en el balcón de San Pedro y con una sonrisa saludó con ese breve y amigable “Buona sera”.

Y eligió el nombre de Francisco, no pudo elegir otro mejor, el del “poverello” de Asís, que con Francisco parece haber vuelto entre nosotros, con su humildad, su humanidad evangélica, su sencillez, su alegría y su libertad, devolviéndonos a todos el entusiasmo.

Francisco llegó como ese padre misericordioso de la parábola del hijo pródigo, ansiando el regreso de sus hijos alejados, oteando todos los días el horizonte para divisarles regresando y salir corriendo a abrazarlos, aún a costa de que sus hijos mayores, los que nunca se marcharon “de casa», se molestasen por esa misericordia excesiva que traicionaba su idea de justicia.

Francisco nos ha enseñado a mirar el mundo desde las periferias, desde los lugares marginales y olvidados, desde el punto de vista de los últimos. Así nos llevó a Lampedusa en su primer viaje, a ese Mediterráneo convertido en un gran cementerio donde acaban sepultadas tantas vidas y tantos sueños, y denunció “vergüenza” y la “globalización de la indiferencia”. También nos llevó a Tierra Santa, a Albania, Turquía, Sri Lanka, Bosnia, Uganda, Armenia, Bangladesh, Myanmar, Marruecos, Macedonia, Irak… mostrándonos el dolor de muchos pueblos y presentándonos a muchos cristianos que desconocíamos, hermanos nuestros que viven situaciones muy difíciles.

Francisco nos ha enseñado, que la «opción preferencial por los pobres» no consiste en hablar de los pobres sino en ser «amigos de los pobres», en estar “con ellos”, hablar “con ellos”, comer “con ellos”, como hizo en la basílica de San Petronio en Bolonia, durante la primera Jornada Mundial de los Pobres, al término del Jubileo de la Misericordia. Nos enseña el valor de la ternura, el valor de un beso, como ese beso que dio el poverello al leproso, que transformó en dulce lo que antes para él era amargo, cambiando el sabor de su vida.

Papa y San Egidio
Papa y San Egidio

Francisco nos ha enseñado a escuchar el lamento de la madre tierra, que nos sostiene entre sus brazos, pero que está violentada y dañada por un consumo irresponsable y desenfrenado. Igual que Francisco de Asís hablaba con los pájaros y hasta con los lobos, el Papa Francisco nos ha enseñado a descubrir que la casa común también tiene voz y nos habla.

Francisco es el Papa “del pueblo”, que necesita el contacto con la gente como el oxígeno para respirar. Nos lo ha dicho a la vuelta de su viaje a Irak: “después de estos meses de prisión, porque verdaderamente me sentía un poco aprisionado, esto es para mí revivir. Revivir porque es tocar la Iglesia, tocar el santo pueblo de Dios, tocar todos los pueblos”.

Francisco nos ha enseñado a superar los muros y las fronteras con el arte del diálogo y el encuentro. Siguiendo los pasos del poverello, que en tiempos de cruzadas rechazó la guerra y fue a hablar con el sultán en Egipto, Francisco ha allanado el espacio del diálogo con el mundo musulmán, proclamando a coro con los principales líderes del Islam, que “todos somos hermanos”, y proponiendo la fraternidad humana como el nuevo arca de Noé que podrá salvar a la humanidad del diluvio de la guerra y la violencia.

El Papa, en Mosul
El Papa, en Mosul

Francisco es el mensajero de la paz, como nos demostrado con sus breves pero fuertes palabras desde las ruinas de Mosul: “Si Dios es el Dios de la vida —y lo es— a nosotros no nos es lícito matar a los hermanos en su nombre. Si Dios es el Dios de la paz —y lo es— a nosotros no nos es lícito hacer la guerra en su nombre. Si Dios es el Dios del amor —y lo es— a nosotros no nos es lícito odiar a los hermanos”. Nos ha enseñado que el camino de la paz pasa por desarmar los corazones, como hizo en abril de 2019, arrodillándose ante los líderes políticos sur sudaneses y besando sus pies implorándoles que pusieran fin a la guerra.

Con su fragilidad y su andar fatigoso, con su aspecto débil, Francisco nos enseña que la verdadera fuerza, la fuerza del Evangelio, se esconde en la debilidad. Nos enseña que un anciano puede cambiar el mundo y el rumbo de la historia. Nos ha enseñado que para Dios no hay nada imposible. Nos recuerda que el Evangelio es siempre “buena noticia”, que no estamos solos en la barca, que por grandes y terribles que sean las tormentas que se ciernen sobre la humanidad, el Señor está siempre con nosotros y no nos abandona, como hizo en aquel momento extraordinario de oración en el atrio de la basílica de San Pedro, durante la pandemia.

Madeleine Delbrel
Madeleine Delbrêl

Madeleine Delbrêl, testigo del Evangelio en las periferias de París durante la posguerra, escribió en 1949 un poema titulado “El baile de la obediencia” donde decía:

“Si estuviéramos contentos de ti, Señor, no nos podríamos resistir a esta necesidad de bailar que desborda el mundo, y llegaríamos a adivinar qué danza es la que te gusta hacernos danzar siguiendo los pasos de tu Providencia … Porque pienso que debes estar cansado de gente que habla siempre de servirte con aire de capitanes, de conocerte con ínfulas de profesor, de alcanzarte a través de la reglas del deporte … Y un día que deseabas otra cosa inventaste a San Francisco y lo hiciste tu juglar. Nos toca a nosotros dejarnos inventar para ser gente alegre que dance su vida contigo. Para ser buen bailarín, contigo como con cualquier otro, no es preciso saber a dónde nos lleva el baile. Sólo seguir, ser alegre, ser ligero. …. Hay que ser como una prolongación ágil y viva de ti mismo”.

 

Gracias, Papa Francisco, por invitarnos a todos a seguir esta danza, por hacer que la Iglesia siga bailando en los brazos de la Providencia de Dios.

El Papa, en San Egidio
El Papa, en San Egidio