HOMILIA DEL CARDENAL JOSÉ COBO EN LA EUCARÍSTÍA DEL V DOMINGO POR LA COMUNIÓN (06/10/2024)

 

No es bueno estar solo. La soledad no deseada es uno de los males que aflige a nuestra sociedad. No es bueno dividir aquello que Dios se ha esforzado por unir. Este domingo, desde la iniciativa de la Comisión Diocesana de la Comunión, ponemos delante de todos algo precioso que como Iglesia anunciamos en cada paso: el gozo y la realidad de poder vivir la comunión.

Es un gozo complejo, muchas veces, de vivir en medio de la diversidad en la que vivimos. Es la artesanía que vivimos en la Iglesia que hace y nos hace ser una verdadera familia con los vínculos firmes en Dios y entre nosotros.

Entre las primeras palabras del libro del Génesis, pone en boca de Dios esta que hemos escuchado hoy y que expresa que somos personas con vocación a la comunión, al encuentro y a la relación. No es bueno que el hombre esté solo. Por eso, mientras los fariseos se empeñan en dividir, separar, repudiar a la mujer en el Evangelio de hoy, Jesús les hace mirar en otra dirección, se sitúa en otro horizonte y Jesús va a la mayor. Por eso, no elige las rebajas, sino la apuesta total de la vida. Ya sabéis que en tiempo de Jesús era realmente fácil para el hombre repudiar a la mujer, pero en absoluto al revés.

Jesús no resuelve este conflicto enfrentado al hombre y a la mujer sino cogiendo a los dos y subiéndolos un escalón, llevándolos más allá, a una auténtica comunión en el amor. Ese amor, si es verdadero, no pone nunca límites ni plazos, respecta con delicadez las diferencias y se empeña en cultivar lo que aproxima, lo que nos complementa.

El lema escogido este Domingo para la Comunión ha sido, ‘Un solo corazón’, recordando los inicios de las primeras comunidades cristianas. Así debe ser la diócesis, así deben ser nuestras iglesias. Cada iglesia con un solo corazón, grande y fraterno. Hoy presentamos la llamada y el sueño de Dios a no separar lo que Él ha unido.

Se trata de ponernos una vez más a la escucha del Espíritu para que nos saque de nuestras particularidades, de nuestros grupos o pequeños espacios, para dejar que nos vertebre en torno a una misión que tenemos en común. Una misión que es más grande que cada uno de nosotros y nuestras comunidades, más grande que nuestros carismas o dones particulares. Por eso la comunión, lejos de uniformar, armoniza la pluralidad que embellece la unidad de la Iglesia haciéndonos sonar a todos armónicamente.

Frente a las heridas de las divisiones estamos juntos llamados a dar testimonio de unidad, testimonio profético en medio de nuestro mundo. El problema viene cuando Adán se viene arriba y se olvida que comparte la misma dignidad con quien Dios le ha puesto al lado.

Hemos sido creados por Dios Padre que no se avergüenza de llamarnos hermanos como hemos escuchado en la Carta a los Hebreos. Por eso, si Dios nos creó para vivir unidos, si nos envió a su Hijo para reconciliarnos con Dios y entre nosotros, tiene sentido pleno el deseo de Cristo que proclama el Evangelio de Marcos: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre». En la familia, en la Iglesia y en la humanidad.

Dios nos ha unido y eso es una llamada a toda la humanidad para vivir la comunión de todos los hombres y mujeres, entre ellos y con Dios. «Todos, todos, todos», como dice el Papa Francisco. Al servicio de esta comunión universal estamos nosotros, está la Iglesia que, como dice el Concilio, es «sacramento, signo e instrumento de la íntima comunión con Dios y de la humanidad de todo el género humano».

Pero vivir la comunión no es solo fruto de nuestro esfuerzo y nuestra voluntad. Es sobre todo un don que se nos regala y que pide ser acogido en humildad y en obediencia al Espíritu Santo. Vivir la comunión es aprender diariamente a vivir el amor mutuo y descubrir la presencia de Jesús que nos asegura que «donde Dios o más están unidos en su nombre, Él se queda en medio de ellos».

Hoy es bueno que recojamos la llamada a reconocer a Jesús donde hay comunión. ¿Dónde descubrís que Jesús está presente uniendo y haciendo uno hoy? En un mundo dividido, polarizado y desarraigado es un buen ejercicio para la iglesia ir reconociendo a Jesús como signo de comunión.

Primero reconocemos que Jesús nos une en cada familia: es el primer lugar de anuncio de la comunión. Escuela y semillero de comunión, con todos los sufrimientos, luchas, alegría y la vida cotidiana. Pero también, en segundo lugar, reconocemos esta presencia de Jesús que nos une en nuestra Iglesia. San Juan Pablo II nos propuso para la Iglesia del Siglo XXI un lema, ‘Una espiritualidad de comunión’. Trabajar así intensamente y solo lo lograremos si nos convertimos a una forma de participación en la vida de la Iglesia que sea realmente sinodal. La sinodalidad, queridos hermanos, es la forma de tejer la comunión.

Además de acompañar desde la oración y la esperanza este tiempo de gracia que durante este mes de octubre vive la Iglesia con el Sínodo de la sinodalidad, estamos llamados hoy a renovar nuestras comunidades para que sean expresión real de una Iglesia sinodal por la comunión desde la participación y hacia la misión. Nuestra Iglesia solo será posible si como dice el lema de hoy, cuidamos el latir con un solo corazón, el de Cristo. Allí se encuentra cada uno de nuestros corazones, latiendo a su ritmo, y no al nuestro, y siempre desde el corazón de los más necesitados, los más vulnerables y sufrientes como primer hogar de comunión.

Sí, vivimos guerras peligrosas. Hoy las divisiones matan y siembran muertes. El lunes por la tarde, en la Catedral, hemos convocado una oración por la paz en Tierra Santa y en todo el mundo siguiendo el llamamiento del Papa. Ante la guerra que desangra la tierra que pisó el Señor y sus aledaños, ante tantas guerras abiertas, pedimos paz.

Pero también nos sentimos urgidos y urgimos a todas las instituciones religiosas, por eso os animo a ellos, para que una vez más podamos compartir la capacidad de nuestras instalaciones al servicio que las guerras y las catástrofes humanitarias están desplazando. Necesitamos con urgencia espacios nuevos de acogida a los que huyen de la guerra.

Pero no solo eso: vivimos polarizaciones que deshumanizan y se cuelan en la Iglesia dividiendo y agrediendo a veces con violencia sofisticada. Vivimos entre malentendidos y enfrentamientos hasta en nombre de no sé qué razones que rompen el corazón del mismo Cristo.
Pidamos hoy juntos el don de la comunión que transita la caridad, el diálogo, el sacrificio y el servicio. Solo así lo haremos posible poniendo cada uno su singularidad, pero en el corazón de Dios.

Que todos los bautizados seamos uno para que el mundo crea y que lo que Dios quiere unido, no nos empeñemos en enfrentarlo y separarlos con partidismos, ideologizaciones o no querer mirar al corazón.

Y no olvidemos la segunda parte del Evangelio: nada hace estar más en comunión que sentir que compartimos una misma misión y que somos partícipes de un mismo bautismo. Caminar sinodalmente y como destaca el Evangelio poner nuestras fragilidades y divisiones no en el centro, sino secundariamente. Lo que Dios une, que no lo separemos. Demos gracias a Dios hoy por todo lo que une, por nuestra oración y por esta Eucaristía que realiza la unidad y el plan de Dios.