Tras la polémica por la prohibición de celebraciones musulmanas en los recintos deportivos del Ayuntamiento de Jumilla (Murcia), el cardenal Cobo, arzobispo de Madrid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, subraya en exclusiva en ‘Agenda Pública’ que «la libertad religiosa debe ser acogida y la libertad de culto respaldada». A su juicio, «debilitar la debida presencia religiosa es debilitar la convivencia». «Una procesión católica arraigada o una fiesta del cordero en una población con presencia musulmana no pueden constituir una amenaza a nada ni a nadie», agrega.

En pleno verano, la localidad murciana de Jumilla ha sido escenario de una decisión política que ha despertado un debate de fondo. Un municipio que, con el paso de los años, ha acogido mano de obra para el desarrollo de la zona y cuya huerta aún necesita de trabajadores foráneas, se enfrenta ahora al hecho de que esas «manos» vienen acompañadas de personas, familias, culturas y credos diversos.
España, que lamentablemente sufre un déficit de natalidad, recibe a estos nuevos vecinos no solo como fuerza laboral, sino como parte viva de su tejido social. No es un tema nuevo: la migración siempre trae consigo retos que deben afrontarse con una visión de Estado, sin improvisaciones ni medidas emotivistas que contradigan los principios éticos en que debe basarse toda política.
«La migración siempre trae consigo retos que deben afrontarse con una visión de Estado, sin improvisaciones ni medidas emotivistas que contradigan los principios éticos en que debe basarse toda política»
Ahora la cuestión pasa por la llegada de personas cuya fe es distinta a la que tradicionalmente se ha vivido en muchos de nuestros pueblos. Esto nos conduce a reflexionar de nuevo sobre el sentido de la presencia de las religiones en la vida pública y, con ello, sobre la llamada laicidad positiva del Estado: ello implica la no confesionalidad, pero sí el respeto fundamental hacia las creencias y convicciones de los miembros de la sociedad, sin retrocesos en lo ya logrado.
El marco de este dialogo siempre será la persona. La centralidad de cada persona que, como dice el Catecismo de la Iglesia católica, contribuye a la vida social, de modo que esta «es posible gracias a la libertad interior de las personas y a la posibilidad de expresar su fe públicamente» (CIC 2108).
Confesiones religiosas y la misma a Conferencia Episcopal Española han reaccionado legítimamente ante este este acontecimiento. Hablan desde su legítimo derecho a aportar y explicar su mirada a la sociedad y matiza la Iglesia católica española que «la limitación de estos derechos atenta contra los derechos fundamentales de cualquier ser humano, y no afecta solo a un grupo religioso, sino a todas las confesiones religiosas y también a los no creyentes«.
Es tiempo de recordar que la libertad religiosa debe ser acogida y la libertad de culto respaldada. Es aquí donde aparece el Estado para armonizar y facilitar las diferentes expresiones religiosas permitiendo que las personas vivan su fe como un bien para la sociedad. San Agustín recordaba en La ciudad de Dios que «ambas ciudades, la terrena y la celestial, buscan la paz; y la paz de la ciudad terrena es el bien común de los hombres». El Estado y las religiones, con fines distintos, están llamados a colaborar al logro de ese bien común.
Bien común frente a interés particular
El ejemplo de Jumilla nos sitúa ante una cuestión de fondo: ¿qué lugar debe ocupar la vida religiosa en una España globalizada pero arraigada en su historia? Cuando en un municipio hay más de 1.500 nuevos vecinos trabajando e integrándose, ¿no es lógico armonizar la convivencia teniendo en cuenta los derechos fundamentales de todos?
El bien común exige crear condiciones para que todos los miembros de la sociedad desarrollen su potencial, respetando la libertad y la diversidad. El mercado y sus necesidades han convocado trabajadores y han llegado personas a nuestros pueblos y ciudades. Ahora toca humanizar esta realidad, cuidando la acogida y favoreciendo su integración. Esa es tarea de la política y de la sociedad.
Religión en lo público: un valor para la sociedad
Muchos dicen que las religiones no debemos hablar, o que debemos mantenernos al margen de lo que pasa en la sociedad. Uno de los riesgos actuales es relegar la religión al ámbito privado, considerándola una convicción meramente íntima o reduciéndola al espacio único de la libertad de conciencia. Sin embargo, no es complicado proclamar que las religiones pueden aportar valores, elementos sapienciales y motivaciones que enriquecen la vida pública y fortalecen la cohesión social. Eso en modo alguno supone una colonización religiosa de la cultura ni una nueva forma de confesionalismo religioso.
«Si acogemos acríticamente esa «privatización de lo religioso» estamos a un paso de considerar la fe y las creencias como algo meramente íntimo, hasta solamente sentimental»
Si acogemos acríticamente esa «privatización de lo religioso» estamos a un paso de considerar la fe y las creencias como algo meramente íntimo, hasta solamente sentimental, cegando su enorme capacidad para enriquecer el desarrollo del bien común, como se ha visto en la historia de la humanidad.
Ya el Catecismo de la Iglesia católica nos pone en esta tesitura recordando que «el derecho a la libertad religiosa no es una concesión del Estado, sino un derecho natural que debe ser reconocido como un derecho civil» (CIC 2106). Y el Concilio Vaticano II, en Dignitatis Humanae, aclara: «Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a ser un derecho civil» (DH 2). No es ninguna casualidad que, en la historia de los derechos humanos, el primero en ser reconocido fue el de la libertad religiosa y como tal se ha volcado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, auténtica «piedra millar» en la historia de la humanidad en palabras de San Juan Pablo II.
Esta reflexión se prolonga en el documento La libertad religiosa frente a nuevos desafíos (2020). Retomando las aportaciones del Concilio Vaticano II y aportaciones de ámbitos no creyentes, se defiende una laicidad positiva. Esta forma de comprender «la laicidad del Estado» no encapsula la religión en el ámbito de lo privado ni excluye su participación activa en el espacio público, como con demasiada frecuencia se propone por muchos sectores.
«El uso ordenado de un polideportivo para unas tradicionales fiestas religiosas, de familia y vida de fe no parece perturbar la convivencia de una población con una presencia tan significativa de pluralismo religioso»
Esta forma de enfocar —a menudo impulsado bajo la bandera de la «neutralidad»— coloca sutilmente a la religión como algo «negativo» o «perjudicial» para el desarrollo de los que componen la sociedad, ocultando la gran aportación de las religiones al desarrollo de las personas y la convivencia social. Hablar de laicidad, por tanto, no es abordar una asepsia tintada de neutralidad que invisibilice o excluya el hecho religioso, como si fuese ajeno a la vida social. No se puede olvidar que la libertad religiosa se refiere tanto al sujeto que la práctica como a la confesión religiosa que la pone de manifiesto en el ámbito público, sin más límite que el respeto a la ley legítima y al orden público.
Tampoco se trata aquí de «prevenirnos» o azuzar con el miedo a unas determinadas manifestaciones religiosas como forma de arrinconar la presencia de las religiones en la vida social. El miedo al diferente nunca es la repuesta a la diversidad, muchas veces desdibuja, confronta y se pone al servicio de intereses nada dependientes del bien común. Eso lo aprendimos con mucho sufrimiento en diferentes momentos de la historia.
Antes que nada, queremos entender que las fiestas religiosas, las manifestaciones de la fe, son portadoras de valores útiles para la convivencia. Efectivamente se pueden armonizar siempre con criterios de consenso y con respeto al marco constitucional que nos hemos dado. En ese sentido, el uso ordenado de un polideportivo para unas tradicionales fiestas religiosas, de familia y vida de fe no parece perturbar la convivencia de una población con una presencia tan significativa de pluralismo religioso.
Diversidad y derechos
Es verdad que la pluralidad religiosa plantea siempre retos concretos en cada espacio: conjugar los lugares de culto, los símbolos, la forma de los enterramientos, las celebraciones… No podemos olvidar que nuestros espacios públicos son la cara social, histórica y poliédrica de la identidad religiosa de los miembros de una sociedad, pero también encarnan el rostro actual y concreto de cada ciudad y en cada pueblo, pues las religiones están vivas y tienen su timbre singular en cada momento histórico.
Debilitar la debida presencia religiosa es debilitar la convivencia. Una procesión católica arraigada en una fuerte tradición o una fiesta del cordero en el seno de una población con presencia significativa musulmana no pueden constituir una amenaza a nada ni a nadie. Tampoco sembrar miedo al diferente es el camino.
«Cuando, poco a poco, se va sembrando una visión negativa de lo religioso, o cuando educamos en la prevención al diferente, entonces hacemos un flaco servicio a la convivencia armoniosa en una sociedad plural»
Cuando, poco a poco, se va sembrando una visión negativa de lo religioso, o cuando educamos en la prevención al diferente, entonces hacemos un flaco servicio a la convivencia armoniosa en una sociedad plural. El Estado obviamente no tiene que ser religioso (ni ateo), son las personas que conviven en una sociedad las que tienen derecho a poner de manifiesto sus convicciones (religiosas y no religiosas) siempre dentro del marco de respeto, tolerancia y valores de la cultura de los derechos humanos. Malamente podremos construir una sociedad basada en los cuidados sin un empeño en velar por la dimensión espiritual y religiosa de todos sus miembros.
En efecto, es el Estado quien asume la bandera de posibilitar la vida de los ciudadanos, los que ya viven y los que llegan. Para ello asume la tarea de facilitar la diversidad desde la inclusión, no desde la restricción, respetando la pluralidad y tutelando especialmente los derechos de las minorías. Como dice el profesor Julio Martínez, SJ, «la inclusión no es solo un gesto de buena voluntad, es una apuesta política por un nosotros más amplio y más humano». Por eso, todo cuanto hagamos por crecer en clima de diálogo y respeto de la vida religiosa en nuestra sociedad repercutirá en la humanización de la misma.
Una tarea compartida
El respeto a las creencias y prácticas de todos exige evitar tanto la imposición como la marginación. Este es el arte que conjugamos todos los que queremos participar de la vida social de forma positiva. El fundamentalismo religioso, los populismos políticos, los reduccionismos y la política del miedo conducen a la desfiguración de la religión en la sociedad.
Estamos asistiendo al dibujo de un nuevo rostro de la sociedad española. Eso, lejos de ser un problema, es un reto por desplegar pues son personas las que llegan, y cada una es un valor para la sociedad. Máxime cuando llegan porque las hemos llamado de un modo u otro.
«El fundamentalismo religioso, los populismos políticos, los reduccionismos y la política del miedo conducen a la desfiguración de la religión en la sociedad»
Europa, desde sus ojos humanizados por tantas innegables raíces cristianas, y el genio de nuestra España, que tiene en lo mejor de su tradición el respeto a los diferentes (ahí están las Leyes de Indias), deben empeñarse en favorecer procesos de integración social y cultural donde los inmigrantes participen activamente sin renunciar a sus creencias, desde la asunción sincera y cordial de los valores democráticos y los derechos humanos universales.
Sin duda, el camino es el diálogo intercultural e interreligioso. Es el modo de crear espacios de encuentro que superan prejuicios y fomentan valores comunes como la justicia, la dignidad y la solidaridad. Eso exige respeto por las creencias y prácticas de todos, evitando tanto la imposición como la marginación y abre la puerta a incrementar, por parte de las religiones, el mismo diálogo entre ellas para fomentar juntos espacios de encuentro y diálogo que ayuden a superar prejuicios y malentendidos.
Y eso nos lleva a mirar más allá. El fenómeno migratorio en nuestra sociedad sigue pidiendo soluciones amplias y culturalmente acogidas. Urge dar respuestas legislativas coherentes y justas para que la migración sea ordenada, solidaria y justa. No restrictiva ni militarizada ni egoísta. Tenemos que seguir demandando un marco más amplio que supere la mirada corta: necesitamos un pacto nacional de migraciones entre todos los partidos políticos, evitando discursos ideologizados y oportunistas, conjugando la dignidad de toda persona, el bien común, la seguridad y la asunción de las responsabilidades de los estados en este mundo globalizado en el que vivimos y del que nos beneficiamos.
«Necesitamos un pacto nacional de migraciones entre todos los partidos, evitando discursos ideologizados y oportunistas, conjugando la dignidad de toda persona, el bien común, la seguridad y la asunción de las responsabilidades de los estados»
El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia indica que «el respeto a la persona y a sus derechos es un requisito indispensable para la construcción de una convivencia justa» (n. 162). Los creyentes no podemos dejar de proponer la necesidad de escucharnos entre nosotros para construir fraternalmente esta sociedad donde la migración, querámoslo o no, forma parte de la misma y de su subsistencia. La mirada cristiana hacia Europa y hacia nuestra tradición nacional nos hace recordar que la identidad cultural no puede cerrarse sobre sí misma: debe dialogar, recrearse y abrirse a nuevos retos sin sacrificar derechos humanos esenciales, entre ellos la libertad religiosa.
Como decía el Papa Francisco, se trata de «soñar juntos como una única humanidad, como compañeros de camino, hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos».