PRIMER DESAFÍO: “NO SER NADA, SALVO EL FERMENTO DE UN MODO DE SER IGLESIA” (CARDENAL COBO). Y, ASI, REACTIVAR Y ALENTAR LA CONCIENCIA SOBRE LA COMUNIÓN ECLESIAL EN LA DIÓCESIS DE MADRID. EL CAMINO RECORRIDO NOS VA LLEVANDO A LA PROPUESTA SINCERA DE CREACIÓN DE COMUNIDADES DE DIFERENTES SENSIBILIDADES Y PELAJES EN UN SANO ESPÍRITU DE COMUNIÓN.
Reactivar la conciencia eclesial en Madrid sobre la Comunión, es el PRIMER DESAFÍO de la C.D.C, con el fin de colaborar con nuestra Iglesia Diocesana a centrarse más y más en la esencia de la Comunión en la Iglesia, que nuestro Cardenal Arzobispo, ve especialmente viva y actualizada cada semana en la Eucaristía dominical. Nos propone, para ello, a los hermanos que componemos la CDC, “No ser nada, salvo el fermento de un modo de ser Iglesia en este tiempo” (Recomendaciones del Cardenal Cobo a la CDC al inicio del curso 2025-2026).
La pluralidad y diversidad de comunidades eclesiales, hace que la centralidad de la Comunión vuelva a tener, especialmente en esta sociedad polarizada, un plus de apuesta personal y comunitaria que no tienen otros proyectos grupales humanos: Ser Iglesia y ser Eucaristía, esa es la centralidad que nos hace vibrar como Iglesia en el mundo, que nos da coherencia, que aparta de nosotros los miedos y los prejuicios, y nos sitúa crítica, vital y comunitariamente a kilómetros de las polarizaciones económicas, sociales y políticas.
Una iglesia que, llamada a ser, como decía Francisco, Iglesia ‘de todos, todos, todos’, y que recalca y pide también ahora el Papa León XIV, nos hace soñar, colmados por la esperanza que nos inunda, con motivo de este Año Santo de la Esperanza, con la renovación espiritual de nuestra Iglesia, y con el renacer de esta sociedad, que, manifiesta tantas veces, rasgos agónicos, al saberse víctima de un poderío económico, militar, y armamentístico descontrolado, como consecuencia del desencaje vital y espiritual de minorías de pudientes, megárricas, enfrentadas entre sí por el control del mundo; se trata de una minoría descontrolada que disfruta de lujos, privilegios y poderes increíbles en otras épocas de la historia, a pesar de todos sus fastos, y que perpetúa una vida degradante para la mayoría de los ciudadanos del mundo, ala vez que pone en riesgo a la humanidad, y hace especialmente miserable y mortal a los últimos, a los descartados.
Os relatamos a continuación el momento que vive la CDC, ya que somos la única Iglesia diocesana que conozcamos, tanto en España como como en el mundo, que cuenta con una COMISIÓN DIOCESANA POR LA COMUNIÓN.
Nuestro actual arzobispo diocesano, que ha decidido seguir impulsando la CDC, con este matiz que acabamos de anotar, de ser sólo el fermento de un modo de ser Iglesia, nos ha abierto el corazón en determinados momentos, desde el inicio previo de su andadura, sobre la importancia y centralidad de la Comunión en la vida de nuestra Iglesia particular y de toda la Iglesia:
“La Iglesia diocesana, comunidad de muchas y diversas comunidades, es el ámbito donde aprendemos a caminar juntos, a darnos la mano, a compartir cargas y a celebrar alegrías. Es en la comunidad eclesial donde la esperanza se fortalece y se hace visible. De manera especial, en la celebración de la eucaristía, ‘tesoro de la Iglesia’, tesoro de la primera y fundamental reunión del Pueblo santo de Dios, en cuanto ‘significa y realiza la unidad de la Iglesia’ (Unitatis redintegratio 2). Por eso la eucaristía, especialmente la celebrada en el domingo, sigue siendo nuestro centro, nuestra fuente y culmen (cf. Sacrosanctum concilium 10). Eso implica seguir cuidando el Día del Señor como el día principal de la comunidad cristiana”. (7 Carta Pastoral del Cardenal Cobo, Arzobispo de Madrid, septiembre 2025)
Crear comunidades en espíritu de escucha y de comunión.
“Se trata de ponernos una vez más a la escucha del Espíritu para que nos saque de nuestras particularidades, de nuestros grupos, de nuestros pequeños espacios para dejar que nos vertebre en torno a una misión que tenemos en común”, apreció, desde la convicción de que esta misión “es más grande que cada uno de nosotros, que nuestras comunidades, más grande que nuestros carismas y nuestros dones particulares”. “La comunión, lejos de uniformar, armoniza la pluralidad, una pluralidad que embellece la unidad de la Iglesia haciéndonos sonar a todos armónicamente”, comentó en otro momento. (Cardenal Cobo, Arzobispo de Madrid. Homilía en la Parroquia del Pilar, Domingo por la Comunión, 6-10-2024. Vida Nueva digital.)
Los que formamos parte de la Comunidad de Comunidades que intenta ser la CDC en este momento histórico, apoyando a nuestro pastor y siendo una prolongación de su vocación y misión episcopal, necesitamos, como dice Jesús, UNA FE, CAPAZ DE MOVER MONTAÑAS: “Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: ‘¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?’. Les contestó: ‘Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: ‘Trasládate desde ahí hasta aquí’, y se trasladaría. Nada os sería imposible”.(Mt 17, 19-20), y, a la par, necesitamos una EXPERIENCIA DE AMOR, como apuntala san Pablo, CAPAZ DE IR AÚN MÁS ALLÁ: “Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios, -el saber más elevado-, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy” (1 Cor 13, 2).
Vivimos tiempos recios y desalentados. Hoy, casi nadie da un duro por la Comunión, por la vida y el trabajo en común, por lo que es de todos, por aquello que nos une y da sentido de pertenencia. El individualismo y sus derivadas cunden por doquier, y seríamos unos hipócritas si no reconociéramos que también se dan, y a veces, de modo frívolo y mundano, entre nosotros, en la Iglesia.
Lo cual nos ha de llevar a mirar, y a mirarnos, y a precisar, que la Iglesia, en su conjunto, como comunión de hermanos, de bautizados, del conjunto de cada uno de nosotros, ha de volver a iniciarnos, a formarnos, y, así, a fortalecernos en una fe y en un amor que nos tornen capaces, a las pequeñas comunidades vibrantes por la Comunión, a movilizarnos y a movernos a nosotros mismos. Es hora de colaborar, entre los más posibles, para entregar lo mejor que tenemos y somos, el don de ser UNO, ya que eso es lo que nos sugiere para este tiempo el Espíritu Santo. Esa es la gran vocación por la Comunión de los discípulos de Jesús. Y, así, desde el inicio de la llamada, hasta el fin de la vida.
Para aclararlo mejor, podemos remitir a algunos primeros fundamentos para una vivencia renovada de este espíritu de Comunión:
La conciencia de sabernos y reconocernos como hijos amados del Padre Dios. La Comunión no existiría si el bautismo, en el nombre de la Trinidad santa, no nos constituyera a todos como hijos e hijas de Dios Padre, hermanos entre nosotros con Cristo y servidores desde el fuego de amor del Espíritu Santo. Muchas inercias nos quedan por liberar a los bautizados de este siglo XXI, si queremos dar vía libre a la gran medicina, la Comunión, que nace en el seno de la Trinidad, se expande como fermento, gozosamente, por toda la Iglesia y, se entremezcla así con la razón de vivir de la humanidad.
También reconocemos que somos invitados y empujados por el Espíritu, aún proveniendo históricamente de alguna parcela del Pueblo de Dios, a participar y compartir la fe, íntimamente unidos, y dentro de la gran comunidad de los discípulos, en la Comunión de la Iglesia. En ella encontramos, con la tenacidad y la fidelidad compartida por la mayoría de los hermanos: un hogar de acogida abierto a todos; un taller para el aprendizaje del servicio y de la práctica del amor mutuo, del amor a todos, y, de modo preferente, del amor singular a los pobres, a los heridos, y, sin olvidar a los enemigos; una escuela de discernimiento en la búsqueda del bien; un templo para la escucha de la Palabra, para el silencio orante, para el encuentro amoroso y para dejar que se transparente la luz trascendente del misterio trinitario. Y así, en la vida cotidiana de esta Iglesia, nos sentimos convocados a construir, por la acción del Espíritu Santo, la gran casa de la Comunión de los hermanos, y a deconstruir todo enemigo gestado en la oscuridad de corazones turbios por la tentación del individualismo. En la Iglesia diocesana escuchamos la llamada a la Comunión y en ella se comenzó a dar forma forma, y a gestar la Comunidad de la CDC.
Nuestra vida de bautizados, vivida con generosidad, nos va conduciendo, como llamados en la vida diocesana de Madrid, a ser el fermento de una Comunidad de fe y de hermanos, comunidad de comunidades, que creen que ‘es posible lo imposible’: LA COMUNIÓN.

Recordemos un breve poema de don Antonio Machado, que nos sirvió en el inicio de esta aventura de la Comunión:
“Creí mi hogar apagado,
escarbé la ceniza,
me quemé la mano” .
Desde sus albores, hemos creído, y así lo hemos constatado y compartido desde que nacimos como la CDC, que el don de la Comunión es un anhelo bien asentado en el corazón de la Iglesia, en el de cada comunidad y en el de cada bautizado, y que cuando escarbamos o hablamos en el entorno de la Comunión, todos los bautizados que comprenden de qué hablamos, por lo general, sienten que se les “quema la mano”, al modo del verso machadiano, es decir, al constatar y saber íntimamente que estamos hablando de lo más importante, del lugar de nacimiento y de término de nuestra fe común, del fuego de amor que nos constituye y nos hace caminar en la historia. Quizá, ya no esté tan claro, en una amplia mayoría del Pueblo de Dios, qué es lo que hemos de vivir y de hacer a continuación de la punzada inicial del don, para que la Comunión vibre y viva en plenitud en medio de nuestras comunidades y nuestros grupos cristianos, tocados, ellos también, por la mundanidad, la polarización y el exceso del juicios críticos e hirientes, consecuencia del abismo provocado por un individualismo feroz que se encona en la gran diversidad cultural, social, política, religiosa.
La CDC ha de mantener, pues, el anhelo y el ahínco de gustar del aprendizaje, y de la praxis, de un ejercicio elemental y esencial dentro la tradición cristiana, sugerido por Mt 6, 6: “Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará”. Trabajemos en favor de una fe activa, y elaborada hacia y desde dentro. Cavemos en nuestra propia tierra, la adquirida al ser bautizados, y hagámoslo en dirección a lo profundo; a través de una búsqueda sincera del tesoro que sabemos escondido en la misma: ”El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo” (Mt 13,44); y, entre las oscuras sombras de nuestra interioridad, en ese bosque aparentemente imposible de nuestra propia existencia, en el vacío desértico de nuestra alma, entre heridas, fracasos, e inmadureces pasionales, pero guiados, sin embargo, por la sola fe, y por el Santo Espíritu, acabemos dando con el tesoro, que no es otro que el del Reino de la Comunión Trinitaria, compartida en lo secreto con toda la humanidad. Esto es dar con la roca firme: “Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca” (Mt, 7, 24-25). Y esto es dar, así mismo, con el agua viva: “Jesús le contestó: ‘Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ‘dame de beber’, le pedirías tú, y él te daría agua viva” (Jn 4, 10). Y, para esto, vayamos aprendiendo, en los Padres del Desierto, que es necesario mantenerse impasibles, desafectados, acogiendo todo desaliento con la conciencia pura de que no nos ha de faltar, en este tiempo contradictorio y oscuro, la paz, con la que, a pesar de un cierto o grave cansancio vital, podremos encaminarnos, con humildad, hacia la Comunión.
Por último, para que el aprendizaje sea completo, en este primer desafío, mediante la escucha en el Espíritu, hemos de enseñarnos mutua, y sinodalmente, en la Iglesia diocesana, a ser uno con Cristo, uno con los hermanos y uno con los pobres, y uno con la Tierra, la obra de Dios que nos hace posible la vida y nos da el pan nuestro de cada día. Comprendamos la Comunión como un edificio a construir en el ser de la Iglesia, no en el tener, no en el imponer, sino como un proyecto a desarrollar, lentamente, sin prisas, pausadamente, sabiendo que somos ‘siervos inútiles’. Con la mirada doble, anclada en la Trinidad, y sirviendo en el Pueblo de Dios; y, sin olvidarnos nunca de los desamparados, de los descartados, de los pobres, de los violentados, de los refugiados, de los parados, de los sin vivienda, de los enfermos y lo sufrientes; pues en ambas miradas y actuaciones están los puntos de partida y de llegada, que son nuestros compañeros de Camino; de ese Camino que no es otro Aquél a quien reconocemos como Camino, a Cristo Jesús, Maestro, Caminante, Peregrino y Artífice con su Cruz, para todos, del don de la Comunión, que se acerca y se allega a nuestras comunidades y a cada uno de los hijos e hijas de Dios.
Partimos, como CDC, de la consideración de hombres y mujeres, de cuantos bautizados componemos la Diócesis de Madrid, que, instalados en la fragilidad, y entendiéndose así mismos, humildemente, como pecadores más o menos conscientes, se saben y sienten, sin embargo, invitados a dar un salto significativo en el vacío de esta existencia violentada, y de estas culturas actuales, manoseadas de mil maneras diferentes a través de la tecnología y las ideologías, pero con las cuales hemos de convivir diariamente.
En este ambiente, los discípulos de Jesús estamos llamados a ser fermentos de Comunión, a crecer en oración constante, en el establecimiento sencillo, fraterno, orante, vital, y eclesial, de comunidades de fe y de comunión, y hacerlo de modo transparente, humilde, servicial y solidario. Hemos de estar preparados para vivir junto a hermanos diferentes, al servicio de los últimos, los peor parados del mundo, a los que hemos de integrar como parte viva y activa de la Iglesia. Llamados a fermentar mediante comunidades de personas sobrias en todo – en el comer, el vestir, el tener, en el juzgar o el condenar, en el placer individualista, y el creerse superiores a los considerados incompetentes o enemigos-; comunidades que viven desde el empuje y el ambiente de la participación en el Reino y en Comunión; comunidades que generan un ambiente creado por una red de pequeñas comunidades de bautizados, diversos y diferentes, y que se saben llamados a recrear un ser humano comunitario de nuevo cuño, que rompa con la polarización y violencia, y que se abren a caminos de acogida, de escucha, de comprensión mutua, de creación de vínculos; unas comunidades cristianas que fermenten en esta sociedad contradictoria, pero que también reconocemos cuajada secretamente por los valores del Evangelio; comunidade donde se haga posible el reino fraterno y definitivo de Jesús.
Hombres y mujeres bautizados, adultos, en crecimiento, probados en su lucha cotidiana contra el mal, preparados para vivir en el caos, sin fatigarse ni deprimirse, y sabiendo que es ahí, en medio del mundo, y en el seno de la madre Iglesia, entre desarrapados, y esperanzados, donde se encuentra la puerta y el camino del Reino, la entrada gozosa al umbral de la Comunión.
Nos sabemos llamados a ser personas comprometidas en favor de la paz y la justicia; personas fraternas, comunitarias, alejadas de la queja, atentas y vigilantes, amigas, hermanas, conscientes, críticas con las conductas que se apartan o que dificultan con sus planteamientos y posturas respecto a la Comunión; comunidades de pobres entre pobres, capaces de escucha y de comprensión con todas las pobrezas, las propias y las de los hermanos, entre los que se sienten como en su propia casa. Comunidades que fermentan en el cuidado de la Casa Común.
Y, por último, abiertos a salir de la Diócesis y expandir el anhelo y el fermento de Comunión en otras Diócesis, si así se lo pidieren, y en el momento oportuno.
