SEGUNDO DESAFÍO: “COHERENCIA EN LA DIVERSIDAD, SIN UNIFORMIDAD” (CARDENAL COBO). BUSCAMOS PARTIR DE LA CONTEMPLACIÓN DE LOS SECRETOS DE LA COMUNIÓN, DE SU FUNDAMENTACIÓN. Y LO HACEMOS SERENAMENTE ASENTADOS EN UN TRABAJO INTERPERSONAL Y ORANTE QUE FRAGUE O SE FORJE EN EL CULTIVO DE LA ESPIRITUALIDAD DE COMUNIÓN, Y UTILIZANDO, A TRAVES DEL DISCERNIMIENTO, SENDAS QUE CONFLUYAN EN EL CUIDADO Y EN EL CULTIVO DEL DON ESENCIAL, TRINITARIO, SIN ABANDONAR LOS TALENTOS O LOS CARISMAS.
La COMUNIÓN es mucho más de lo que pensamos a primera vista. Adentrarse en la contemplación de los secretos de la Comunión es tarea, y desafío imprescindible de la CDC. No está todo desvelado, no es “esto”, o “eso”, y ya está. La Comunión nace en la anhelada y desconocida Trinidad, y llega hasta la plenitud trascendente del Cristo Resucitado, que nos abre las puertas del Paraíso, a través de su aceptación responsable de la cruz, y de su búsqueda amorosa e incondicional del ser humano, de los pecadores, los pobres buscadores, los hijos amados, los hermanos amantes.
El camino de la Comunión, tiene un nombre: Cristo. Y en ese camino han pasado y pasan constantemente, en “un sí es no es”, en un instante o presente eterno, muchas historias que unas veces todo lo complican, otras todo lo ahondan, y, a la par, y sin que sepamos cómo, otras hacen que todo aflore y nazca de nuevo. Y, en ese camino de la historia de esta humanidad visitada, de la que formamos parte gentes tan diferentes y diversas, vemos como, dando su importancia al texto y el contexto en el que se va desvelando el misterio, nos reencontramos lentamente con la palabra clave y definitiva, con la piedra angular, con la Comunión.
Cualquier cristiano entra a desvelar la Comunión, tanto en su oración personal, como en la comunitaria, y, especialmente en el momento culminante de la Iglesia peregrina, en la Eucaristía, que nos adelanta el Reino de Dios. En ese momento crucial en la historia, los bautizados vislumbramos de cerca el Misterio Trinitario, el misterio de Cristo, el misterio del Hombre y la Humanidad, el de la Comunión. En ese ambiente comienzan a aparecer los flecos secretos, como perdidos, como puntas de hilos aparentemente sueltos, que, diversos y distintos se agregan unos a otros; hilos que, a nosotros, nos atraen, atrapan, invitan, arrastran y conducen, al perseguirlos, hacia una dirección que se intuye, tras lo invisible e inaudito, y, a la vez, esperanzador. Y ahí y así, quedamos atrapados por una nueva visión, por un nuevo paradigma, el de la sola gracia, el del gran don ofrecido a través del Paráclito, el del Espíritu Santo, dador de todo bien, y que nos llama y atrae a Él, para poder ser expandido y compartido.
Nos perderíamos del todo, y todo lo confundiríamos, si nos quedásemos en la capa externa, superflua, o aparente del Misterio. En un primer atisbo, juicio o prejuicio, que dependería de nuestra humanidad, de nuestros criterios mundanos, de nuestras apreciaciones mentales o de nuestros sentimientos diversos y a veces encontrados, la Comunión, que pareciera una chispa que salta de un brasero por casualidad, no se quede en la experiencia de un grupo o una colectividad de intereses espúreos, aunque afectivos. No es eso.
La aparición del DON de la Comunión nos hace parar, nos aquieta y nos asombra, a la vez que nos desgaja de toda mundanidad. La Comunión deconstruye el artificio, lo construido o fundamentado sobre arena, y nos adentra en el sólido territorio de la caridad, de la contemplación sosegada, de la fe abierta, de la esperanza que se crece ante el abismo, del diálogo amoroso – de ese ‘Tú a tú’ entre el Padre bueno y sus hijos, o el tú a tú entre los hermanos -, de los hilos finos de las virtudes encarnadas en la vida humana, contrastadas por la experiencia de la cruz cotidiana, la de Cristo y la misma, que cargan extremosamente los pobres y los oprimidos, los afligidos y abandonados, los que no saben o no conocen.
La Comunión es la calidad y la caridad de la mirada del corazón capaz de percibir esos hilos finos y de seguirlos con la serenidad de quien, atento, contempla como todo lo diverso se ata, se cose, se puentea, se agrupa, se conexiona, se enlaza, y se hermana. Todo en ella une todos los todos en el Todo, en Cristo Jesús, en la Trinidad santa. Y ahí, todos, en el todo, vivos, alegres, respirando ternura y eternidad.
La Comunión no es una cuestión pastoral. Hablamos de ella como el DON DE DIOS MISMO. Eso requiere un tratamiento más allá de lo pastoral. Podíamos considerarla como más fundamento, como más carisma esencial y primero, y más expansivo, aunque no estructural. “Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche”. El camino en ella y hacia ella se hace espiritual, se hace mística. “El siglo XXI será místico o no será” (K. Rahner).
El fundamento de la CDC, y, por supuesto de la presencia del espíritu de Comunión en el entramado comunitario y estructural diocesano, no puede sustentarse y asentarse únicamente en las estructuras orgánicas de la Archidiócesis, ya que, tanto la realidad teológica, espiritual y pastoral de la Comunión, como el anhelo y el camino personal y comunitario de la misma, aunque las impregne todas, siempre estará dependiendo, de la implicación auténtica del Espíritu, garantizada (-“que sean UNO”-), de la oración del Cuerpo de Cristo y de la entrega incondicional de cada bautizado, partícipe en él. Y a la hora de buscarlo, habrá de producirse una apuesta espiritual y carismática.
A lo que me quiero referir es, que no vale sólo con constituir una Comisión más dentro de la estructura diocesana. Pronto, si así fuese, resultaría un instrumento inservible.
Hemos de cultivar y mantener su carácter espiritual y carismático, su ámbito específico, en el que se pueda dar la participación de todos las sensibilidades diocesanas, sin ser un Consejo de entidades diocesanas. Eso ya existe en el Consejo Episcopal, en el Consejo Presbiteral, en el Consejo de Pastoral diocesano, en la Curia diocesana, en la Catedral, etc. Todos los órganos colegiados de la Diócesis están llamados a cultivar y promover la Comunión en la Diócesis. No es este el caso de la CDC. No es, no puede ser, una Comisión más.
Por eso, en el momento actual, tras hacer su aparición hace ocho años la CDC, al ser elegidos por el Obispo diocesano, cada uno de los componentes de la misma, dada la trayectoria de su vocación cultivando la Comunión, nos experimentamos como que vamos encajando, manteniendo el empeño y aireando la determinación fundacional. No se nos elige nunca por la pertenencia a alguno de los grupos, sectores o sensibilidades de la vida pastoral de la Diócesis, sino por la vocación específica, y cuidada, en favor de la espiritualidad de Comunión de cada uno de los llamados, aunque cada uno, eso sí, llegue a la misma, desde ambientes y sensibilidades distintas y diversas.
Aquel al que el obispo elige para formar parte de la CDC, no representa a nadie en la misma. Eso ya lo hacen otros Consejos Diocesanos.
Nosotros sólo nos podemos mantener y vivir como una COMUNIDAD DE COMUNIDADES, como un motor de comunidades de personas diversas que, a nivel diocesano, se intercambian, oran y sirven unidas, con sabia coherencia, para resaltar, rememorar, alentar y compartir el espíritu de Comunión, de modo transversal y carismático en toda la diócesis, y como una prolongación del espíritu, la vocación y misión de Comunión del Obispo, en cuyo nombre acogemos este don, y nos desplegamos hacia todos los hermanos.
Comunidad de comunidades, de coherencia de diversidades, en el Señor. Sólo así se podrá, por interrelación fraterna, espiritual y comunitaria, por madurez de fe, y guiados por el Santo Espíritu, ser un acicate para que otras muchas comunidades intenten algo semejante en la diócesis. Y, sólo así, nos podremos convertir en una Comunidad Diocesana por la Comunión, que estará compartida por hermanos bautizados provenientes, a su vez, de otras comunidades más concretas. Y, sólo así, también, seremos una Comunidad de testigos de la Comunión, querida por la Iglesia, por el pastor diocesano, y por el Señor.
Para esta misión y tarea, que buscamos, la encontramos enraizada en algunos textos del Evangelio. Algunos ejemplos, entre muchos: el relato de Lucas sobre la mujer pecadora, que unge a Jesús en casa del Simón, el fariseo; y otros textos del Evangelio que nos hablan de la Comunión en los inicios de la fe, como pueden ser la Parábola del Sembrador o el relato de las Bienaventuranzas.
El primer texto, de la mujer pecadora que enjuga los pies del Señor.
“En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: ‘Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora’. Jesús respondió y le dijo: ‘Simón, tengo algo que decirte’. Él contestó: ‘Dímelo, Maestro’. Jesús le dijo: ‘Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?’. Respondió Simón y dijo: ‘Supongo que aquel a quien le perdonó más’. Le dijo Jesús: ‘Has juzgado rectamente’.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: ‘¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco’.
Y a ella le dijo: ‘Han quedado perdonados tus pecados’. Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: ‘¿Quién es este, que hasta perdona pecados?’. Pero él dijo a la mujer: ‘Tu fe te ha salvado, vete en paz’. (Lc 7,36-50)
Entre la mujer, el fariseo y Jesús, que son tres en el texto, no aparece del todo posible la Comunión, que es el objetivo prioritario de la venida de Jesús a este mundo, al pretender reconciliar a Dios con todos los seres creados y generar una nueva conciencia de Comunión, como la que fue en el Paraíso.
Es evidente que los criterios sobre los que se fundamenta la Comunión querida por el Padre, nos los presenta y ofrece el Hijo Amado. Es Jesús quien nos va enseñando y desvelando cual es la Comunión que Dios quiere en este mundo. Y nunca aparecerá esta a cualquier precio. Y, un cambio esencial ha de darse en el hombre y en la mujer pecadores, para que vuelva a hacerse posible, hoy, aquí y ahora, el don de la Comunión.
Es, pues, a Jesús, a quien hemos de prestar toda nuestra atención. Simón, el fariseo, es quien invita a Jesús a su casa. Y Jesús, que ha venido a buscar, sanar y salvar lo que estaba perdido, quiere aprovechar la ocasión que se le brinda, para hacer aparecer con claridad cuál es la Comunión a la que convoca, a su vez, el Padre Dios. Jesús, ante la invitación, acude a la cita, educado, y abriendo la puerta al hombre, al fariseo, y facilitándole así, con su presencia, la entrada en el nuevo don de la reconciliación de Dios.
Pareciera que se planteara un caso perfecto de reconciliación y posterior comunión con un fariseo, pues Jesús tenía, como se ve en el desarrollo de los textos evangélicos, graves dificultades con los que pertenecían a ese grupo, que ni aceptaban su misión profética, ni su persona carismática y rompedora con los vicios de la tradición, ni aceptaban su ser de Hijo Amado de Dios. Todo pareciera presagiar que de este encuentro, y del diálogo que ahí naciera, pudiera salir un primer paso en la vía de la Comunión entre Jesús y ese sector importante de los dirigentes del pueblo de Israel.
Pero, de pronto, aparece en escena una mujer que va a poner a prueba las buenas intenciones de Simón. Es una ‘pecadora’, sin nombre, y así la reconocen inmediatamente el fariseo y sus invitados. Ante las acciones de la mujer, con un frasco de perfume de alabastro en sus manos, que derrama, junto con sus lágrimas y sus cabellos, sobre los pies de Jesús, enjugándoselos con sus manos y besándoselos con sus labios, el fariseo y sus compañeros son incapaces de comprender el ministerio, la misión y la persona de Jesús, el enviado, el que habla en nombre del Padre, el que actúa y se deja hacer para se muestre, que es Él el que ha venido a buscar a los perdidos, a sanar a los enfermos, y a salvar a los pecadores.
Simón y su compañía no comprenden a Jesús, que se deja hacer por la mujer. Y le critican, y le juzgan: “Si supiera quién le está tocando: ¡una pecadora!”.
El relato se convierte de pronto, ante la entrada inesperada de la mujer pecadora, en una gran catequesis, viva, y solemne sobre la Comunión.
La mujer y Jesús entran en Comunión por un lado, por la decidida decisión de Jesús, de acoger y mostrarla, como a todos los presentes, la buena noticia del amor incondicional de Dios por el hombre y la mujer, pecadores, a quienes busca, y por otro, por la decidida necesidad de perdón, unida a la valiente determinación de la mujer, que viene precisa a mostrar a Jesús, y al Padre que lo envía, su disponibilidad a la conversión y al seguimiento del Maestro, mediante una relación de amor, fundamentada, no en la palabrería, sino en puros gestos de perdón y de amor. La mujer sin nombre representa a todos los pecadores que, humildes, reciben y ponen en práctica el don de Jesús, la llegada de la Comunión nueva, de la nueva consciencia, de la reconciliación anhelada por la humanidad con Dios y entre ellos.
Entre Él y ella parecen cruzarse dos apuestas de amor incondicionales. Y ahí, misteriosamente, aparece la Comunión como don exclusivo del Dios amante que ha venido a buscar los corazones que necesitan la Palabra y los gestos de la reconciliación y la Comunión con Él.
Con el fariseo, una vez más, a pesar del intento noble de Jesús, y de él mismo, la Comunión se hace imposible. El pecado, mostrado como falta de fe y de confianza en Jesús; pecado de juicio y de condena, se interponen en el camino de la reconciliación y de la Comunión, ofrecida gratuita y amorosamente por el Padre a través del Hijo. “No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” (NMI 43).
Los pobres, los olvidados, los pecadores públicos, los marginados, los buenos amigos de Dios de cualquier condición como esta pecadora, como Zaqueo, o el pecador que oraba humillado en un rincón del templo; como Mateo, Simón Celote, la Samaritana, la Adúltera, o María Magdalena; como Pedro, el inválido de la piscina probática, el ciego Bartimeo, el buen Ladrón, o Nicodemo; como José de Arimatea, las mujeres que le seguían, el leproso que vuelve a dar gracias a Dios, el endemoniado de Gerasa, la viuda de los dos reales del tesoro del Templo, o José, el esposo de María … Todos ellos van entrando en el misterio novedoso de Comunión directa con Jesús, porque la Comunión no depende de nuestras fuerzas y poderes, sino de la donación gratuita de Dios que se dirige a los pecadores, que, ante su presencia, se muestran dispuestos al cambio, a la transformación amorosa de la vida; se dirige también, a los pobres y afligidos, a los despreciados, a los apartados; se hace presente a los limpios de corazón, a los que no juzgan ni se creen superiores a los demás, a los que muestran amor entrañable, capacidad de servir, de encuentro de acogida amistoso con Dios y con el “Hijo del Hombre”, con Jesús.
A todos ellos se les regala el don de la Comunión. Jesús se muestra impasible con la mujer, se deja hacer porque sus gestos son de amor, y esa es la única verdad que salva, que sana, que nos devuelve al Paraíso, a la relación nueva y renovada con el Dios Trinitario, y con el resto de los hermanos, que también escuchan y acogen la Buena Nueva, y la llevan a la práctica en sus vidas mortales.
Es preciso que nos detengamos a mirar y a discernir, en la escucha y la contemplación con el Espíritu, estas relaciones entre los tres, para comprender cuál es la vía de la Comunión a la que estamos convocados los pecadores, que somos todos y cada uno de nosotros.
Con la mujer se da, de modo raudo, instantáneo, el feeling, la sintonía de la Comunión. A la mujer se le transmite y se le derrama el don, en la misma medida en la que ella se derrama así misma en perfume y en lágrimas de amor incondicional, y se encuentra como el mismo y más puro amor incondicional de Jesús.
El ser humano ha de dar muestras inequívocas de iniciar un proceso de amor ante la presencia del don de la persona y de la buena noticia de Jesús. Ahí, en ese instante de presencia, en ese momento del encuentro, se inicia todo proceso de Comunión.
Sin que se dé esta íntima relación, como se dio en Agustín o en Francisco en un momento dado, no puede prosperar la Comunión, y sólo nos acabarán apareciendo las máscaras de Comunión de las que hablaba el Papa San Juan Pablo II: “Y saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” (NMI 43).
