Reflexiones desde San Blas en tiempos de cuarentena – Día 18º

Unidad Pastoral de San Blas
Parroquia de la Candelaria

Día décimo octavo del Estado de Alarma.
Martes, 31 de marzo de 2020.

 

Ayer decidí entrar en una especie de retiro espiritual. De silencio dentro del silencio diario. Ese otro silencio del día a día de nuestra reclusión en casa, compartido con muchos de vosotros a través de escritos, y de las conversaciones en los Medios. No fue posible entrar en ese silencio hasta bien entrada la mañana. Y a saltos. Era más importante compartir tantas desgracias y alentarnos. Os cuento lo vivido.

A ratos, me sumergía en una especie de letargo, de hibernación. Acurrucado, como diría la hermana Josefina, en la intimidad del Señor. Bien ensamblado en Él. Te explico, que la intimidad de Dios es íntima, pero no tiene nada de intimista. Dios no permite, en su intimidad, el intimismo narcisista o disfrazado de religiosidad egoísta. Eso lo detesta. La intimidad del amor de Dios está abierta a cualquiera. No tiene fronteras. Sólo requiere que nos situemos en un sano ambiente de oración.

Y, esa intimidad entre Dios y el hombre, intimidad de amistad y de amor, no se da sólo en la interrelación de los momentos de silencio o de contemplación. Es una intimidad que puede vivirse en otros muchos lugares y momentos, cuando hacemos de la vida una entrega servicial, sacrificada o liberadora a los débiles, los pobres, los enfermos, los excluidos… Como hacen ahora los sanitarios, por ejemplo. Ahí se estrecha la amistad con él. «Estuve enfermo y me cuidaste».

Esa intimidad de la relación, ese lugar del encuentro entre Dios y el ser humano, es una interrelación comprometida, un espacio abierto al no-saber, al diálogo, a la pluralidad y la diversidad, a la manifestación de preocupaciones, a la exposición de las angustias, las dificultades, las dudas, los dolores, no tanto los propios, que se disuelven en su presencia, cuanto los de los demás. Y ahí, en esa intimidad de acogida, y escucha inigualable, se nos abre un inmenso abanico, un infinito cielo poblado de nombres.

Ahí, en esa intimidad, nos encontramos todos. Nadie va a ella como si se tratara de posesionarse de una atalaya de poder o de una torre privilegiada, aristocrática y segura. En la relación de intimidad espiritual con Dios, o en la colaboración o el servicio a los pobres, se deja uno llevar, por un torrente de nombres y de imágenes, en los que se nos hacen presentes los dolores, las angustias y preocupaciones de la humanidad. En esa intimidad abierta uno se sabe amado entre amados. Pueblo de Dios en marcha. En esa intimidad no hay exclusividad de amor, sino amor compartido con los últimos y los sufrientes, con los de corazón limpio y los que lloran, con los que practican la misericordia y los que allanan los caminos para la salud y la paz. Todos experimentamos ser parte de un solo Cuerpo, el de Cristo. Y, en él, experimentamos su amor incondicional, el que Él mismo derrama sobre la humanidad y sobre cada persona en esta gran crisis.

Especialmente cálidos son los hilos del amor que unen a Dios con los enfermos, con los que mueren y con los hermanos que sufren en sus vidas las ausencias, las faltas, los duelos. Silencio. Escucha. Deja que la bondad que emana desde la intimidad de la relación con Dios sea canalizada hacia la humanidad. Silencio.

Padrenuestro…
Ave María…

Antonio García Rubio.

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