Reflexiones desde San Blas en tiempos de cuarentena – Día 46º

Mujer con sombrero y cuello de piel (Pablo Picasso)

 

Unidad Pastoral de San Blas
Parroquia de la Candelaria

Día cuadragésimo sexto. Estado de Alarma.
Martes, 28 de abril 2020.

 

Buenos e inacabados días, hermanas y hermanos.

Hay personas que necesitan liberarse de las consecuencias de un perfeccionismo que les viene impuesto. Tanto el inútil deseo de perfeccionismo personal, en la vida cotidiana, familiar, social o  espiritual, como, y eso es mucho peor, en el medido y controlado perfeccionismo de las empresas y de sus directivos. Está, pues, el perfeccionismo que pretende ganarse la reputación o la salvación, propia o la de los demás, con pesadas e insufribles cargas, muchas veces sobre los hombros ajenos, en la versión psico-espiritual. Y hay otro perfeccionismo, mucho más grave, que aspira a ganar todo el dinero posible e imaginable, a costa de quien sea y como sea, con exquisitos y minuciosos planteamientos impuestos, como una carga insoportable, sobre los hombros y las mentes de los trabajadores de la asociación, la empresa, la institución, en la versión más materialista. Ambos perfeccionismos son una amenaza y una gran faena para quienes los padecen, porque provienen de una grave enfermedad inconfesada. “Lían fardos insoportables y se los cargan a la gente”, dice Jesús. Me atrevo a decir, después de padecer algún ramalazo en mi juventud, y ver lo que provoca en muchos hermanos, que el perfeccionismo es una herida sangrante y que, cuando es excesiva su influencia en los demás, hace sangrar a muchos seres los humanos por naturaleza frágiles, limitados, imperfectos e inacabados, a los que les cae una gran losa encima, y puede ser incluso una amenaza para los pueblos y el planeta, como hemos visto en determinados dictadores a los largo de la historia.

¿Entenderemos algún día que la perfección humana consiste en aceptar serenamente nuestra imperfección, nuestra pequeñez, nuestra humillación, nuestra finitud o nuestra debilidad?
El Señor, canta María, “ha mirado la humillación de su esclava.” Dios nos ha creado así, y no nos quiere de otra manera. Vivir la imperfección, y vivirla creativamente, con sosiego y en paz unos con otros, es el verdadero don de Dios. Jesús no dudó en hacerse parte de esta imperfección humana, adquirió nuestra condición, se compadeció de ella, la alivió cuando la veía insoportable y a ello nos animó a nosotros, la amó y padeció hasta llegar al máximo del dolor conocido en la cruz. “Maltratado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro.” Fue Él, el que cargó con nuestra imperfección. No nos volvió neuróticos para forzarnos a conseguir la perfección. Al contrario, se solidarizó con nuestra cruz, y nos pidió llevarla con dignidad. “El que quiera venirse conmigo, dijo, que cargue con su cruz y que me siga.” Así de sencillo. La cruz no nos la quitó. La imperfección no nos la quitó. No nos la quita. El que pretenda eso del Señor, que abandone, como le abandonaron tantos, decepcionados de su deriva hacia la aceptación de la cruz. Todos nosotros, proclamamos en Semana Santa, andábamos errantes. ¿Será posible que lo entendamos, y que proyectemos nuestra acción en el mundo, y en nosotros mismos, con cordura? ¿Será posible que lo hagamos con sensibilidad hacia la imperfección misma, que es parte de nuestra identidad más profunda?
Hemos sido creados, y así vamos viviendo, asentados en esa imperfección. Y desde ella proyecta el Señor su gran proyecto de amor solidario de “todos con todos.” ¿Seremos capaces de imitar a la naturaleza misma en sus procesos de creación, de regeneración y de búsqueda de soluciones, sin pretender escapar de la imperfección o del no-acabamiento, la finitud, en la que se maneja la humanidad y la naturaleza? Mantengámonos, eso sí, bien ajustados al anhelo de felicidad y de armonía común al que aspira la creación y la humanidad, pero aceptando “los dolores de parto”, de los que habla San Pablo. ¿Comprenderemos los cristianos que la salvación, ofrecida a través de la misericordia sufriente de Jesucristo, que quiso ser uno más entre nosotros, frágil y mortal como nosotros, es un don de Dios que sólo nos pide ser aceptada amorosa y vivamente por el hombre?

Qué gran aprendizaje. Aprender: a vivir con lo suficiente; a compartir lo que eres y tienes; a mirar a tus hermanos quebradizos con ternura; a aceptar con gozo la fragilidad propia y la ajena; a dar gracias a Dios cada amanecer por la fe confiada, y por la vida como proyecto siempre inacabado; a trabajar en lo que la vida te facilite, con el único proyecto de hacer el bien; a sonreír a cada nueva jornada y a cuantos te encuentres por el camino; a relatar las maravillas encontradas en cada presente vital;  a respirar la bondad, a contemplar la obra de Dios y la de los artistas, a agradecer cada pan, cada pastilla, cada oración, cada mirada, cada aliento; a hacer todo lo posible para salir en defensa de los más débiles, buscar alimento y trabajo al que no lo tiene, y facilitar techo al que carece de él; a contemplar la puesta del sol, no dando nada por acabado; a no buscar nunca el perfeccionismo ni el ‘consumado’ de tus obras o persona.
Todo es perfecto en lo que es. Y la única y verdadera perfección es el amor. El “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, se refiere al Amor, que es el ser del Dios Trinitario en el que creemos. El amor, que es el motor de mantenimiento de nuestra vida y de nuestras relaciones. Un amor, que se acepta con paz en nuestra imperfección, y que nos hace descansar en paz cada noche. Nada está acabado, y nada debemos buscar acabar. Por eso no hay prisas. Y todo puede caminar a paso lento, con lentitud, con serena paz, permaneciendo y viviendo la imperfección en todo, gozando de todo con sosiego.

Para esa imperfección, que necesita ser alimentada para mantenerse, Jesús nos hace una propuesta de pan, y sus oyentes le dicen: «Señor, danos siempre de ese pan.» Jesús les contestó: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no parará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed» (Jn 6, 35.) Los creyentes, que hoy, confinados en la diaria constatación y contemplación de nuestras fragilidades e imperfecciones, tratamos de seguir de cerca a Jesús, y nos dejamos seducir por cada una de sus palabras, nos asombrarnos de su propuesta. Jesús es el alimento de tu vida imperfecta. Es Él el que te hace caminar con seguridad y con paz, gustando de todo, contemplándolo todo; quedándote en quietud, sin prisas, y con todo el tiempo del mundo, en cada persona y en cada historia, alejado del estrés. Él está en todo y con Él, todo nos alimenta. Estando Él no tienes hambre ni sed, porque Él es tu pan y tu fuente. Y Él convierte cada día en un nuevo motivo, para que todas sus criaturas encuentren, con nuestra colaboración y participación, el pan necesario con el que alimentarse y el agua viva con el que saciar su sed. No padecerás estrés en nada de lo que hagas con Él, porque Él es el amor. Y «el alma que anda en amor, no cansa ni se cansa», que dice San Juan de la Cruz.

Sosegada y lentamente ponte en oración de gratitud y de súplica. Y continúa, como los 46 días anteriores, pidiendo por las víctimas de la pandemia: enfermos, cuidadores, fallecidos, parados, arruinados, divididos, enfrentados…

Padrenuestro…
Ave María…

Antonio García Rubio.

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