Reflexiones desde San Blas en tiempos de cuarentena – Día 48º

PIXNIO – Imagen de dominio público.

 

Unidad Pastoral de San Blas
Parroquia de la Candelaria

Día cuadragésimo octavo. Estado de Alarma.
Jueves, 30 de abril 2020.

 

Buenos y saludables días, amigos y hermanos.

Son las cinco de la mañana. Tras la compañía de la luna nueva visible, con la que me quedé dormido, se me empuja a un nuevo despertar. He oído, en sueños, una llamada: ¡Antonio! La he oído tan nítidamente, que me he despertado. ¿Quién me llama? Pero, la confusión primera, y los pensamientos y sensaciones venidos todos ellos de golpe y a galope, sólo me han dado la oportunidad de ponerme a escribir. Como si se tratara de una herida sangrante en medio de la noche, ya sin luna, sólo he podido tomar nota, de modo raudo, de lo que sigue: Habla sin miedo del mundo de los ancianos, de los ‘mayores.’

El lenguaje mismo está desprovisto del afecto que habría de entrañar la ancianidad. ‘Mayores’ es un término neutro, aséptico, frio, que no dice nada. En todos los seres y cosas de este mundo existen unos mayores, y otros que no lo son tanto, o que son pequeños. Unos son más mayores que otros. Nada más. El lenguaje cultural de nuestro tiempo es arbitrario y, a veces, despiadado, para un consumo políticamente correcto y para consumo rápido, y carente de alma, de emoción. La palabra ‘Mayores’, habla poco de abuelos, abuelas, ancianos venerables, sabios; de mujeres y hombres más preciados que el oro puro, de personas con nombre, apellidos, e historia apasionante. “Mi viejo”, que dicen los argentinos, con toda la carga que lleva la palabra. Nuestros viejitos, entrañables, vulnerables, que están para ser cuidados con ternura, para ser escuchados con atención por su sabiduría acumulada, ahora son seca y fríamente: ‘Mayores’. Los mismos ancianos, bien zarandeados por la propaganda cultural reinante, pelean a veces, para que no se les llame viejos o ancianos. «Yo soy mayor, vieja es la ropa», les oímos decir.

Y así, como sin querer, a la par que cambiábamos el lenguaje, les hemos ido apartando, y dejando bastante solos, en manos del sistema, carentes de lugar en el mundo, sin historia, sin memoria, sin saber, como olvidados. No es fácil calibrar el dolor que ellos sienten al salir de la tierra y el ambiente en el que han crecido, en el que viven sus familiares y sus amigos. Y así, se sienten fuera del circuito de la vida activa, la que circula, la que se ve, tiene voz, palabra, imagen pública y presencia. Y han ido acostumbrándose a soledades no queridas. Notan que se han de despojar de su memoria. Y ahí, bastantes, son visitados por el Alzheimer, las demencias, la pérdida de memoria, y van ocultándose a través de largos y prolongados años de definitiva ausencia. La situación les hace tapar sus sentimientos profundos, abandonar su lugar en el mundo, y acabar por no creer en sí o en su saber. En las residencias, sus cuidadores y guardianes se ven forzados a representar papeles de calidez humana que no les corresponde, y que acaban por no ser lo que el anciano necesita, aunque todos se desvivan por ello. Muchos ancianos, si su mente sigue despierta y despejada, se viven como una carga costosa para sus familias. Y, se han de conformar con las visitas familiares, o las no visitas, dependiendo de casos y circunstancias, que ellos han de disculpar con sensatez.

Vemos también como las familias, igualmente sometidas a este sistema profundamente inhumano, en el que se las obliga a vivir dentro de los parámetros de esta sociedad cuyo fundamento es el dinero, han de contentarse, al no poder atenderles en casa, con dolor a veces muy profundo, con pensar que sus padres, o sus familiares, están bien atendidos, cuidados y con todas las ventajas propias de la sociedad del bienestar.

La pandemia nos muestra el rostro áspero de una sociedad de especuladores. Llevamos años en los que se trafica con todo, porque todo es objeto de ganancia, se trafica con las vidas, y también, con las de los abuelos. Sin desearlo las familias, y con mucho sufrimiento, al final les apartamos de su vida familiar, social, cultural y religiosa; del amor cercano de los suyos, de la relevancia que tienen en sus barrios o sus pueblos; les recluimos, por imposición de este sistema de vida, en Residencias maravillosas, apartadas de todo y de todos, para poder mantener los trabajos, las familias, las comodidades, la libertad de movimiento, y, en último extremo, una existencia llena de prisas, estrés, obsesión por el dinero, trabajos mal remunerados, e historias mil. Esta sociedad del dinero va borrando nuestras huellas, nuestras presencias, nuestros amores, nuestros detalles de humanidad, nuestra memoria, nuestros lazos.

Y, en esta situación, nos ha visitado el coronavirus, que nos ha recluido a todos, y se ha adueñado especialmente de la vida de nuestros ancianos, los ha enfermado y se está llevando a miles de ellos. Y a nosotros, muchos también enfermos, nos queda un amargor de boca y unos latigazos en el pecho por no saber qué hacer, por nuestra impotencia. Nos la impone este sistema económico deplorable. Lo dijo Jesús. Mateo, 6, 24: «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.» Quizá aquí está realmente la causa del olvido de la bondad y de la humanidad y, también, del olvido de Dios, en las sociedades de Occidente. Nos hemos entregado al olvido de lo importante, y nos encontramos con las manos manchadas por un dios dinero, que nos ha prometido el paraíso en la tierra. Hemos despreciado al Padre Dios, que nos ama, cuida el corazón, nos orienta con su luz y nos muestra a Jesús como camino, amigo y maestro, como guía y compañero que ayuda a llevar nuestras cruces. Y los ancianos, de alguna manera olvidados, o convertidos en estorbo y en mercancía, como también lo son nuestras propias vidas, terminan, como nosotros mismos, por ser un residuo inservible. Y el coronavirus ha venido a demostrárnoslo. No lo olvidemos. Démonos una oportunidad para hacer que renazca otro mundo.

No deseo que cargues con ningún fardo. Al contrario, date cuenta, despierta ante la manipulación y el engaño que se nos ha dado a vivir. Que nadie se deje provocar la mala conciencia o los sentimientos de culpa. Eso es un atraso. Estamos sufriendo todos demasiado. Ahora, tras vivir un drama de años y años, que está terminando en tragedia, todos hemos de ponernos humildemente en búsqueda de la verdad, y procurar encontrar caminos positivos de salida, caminos de humanización, de recuperación de una vida renovada, serena, gozosa de vivir y de contemplar cada mañana y cada tarde, llena de pequeños detalles cotidianos, amorosos, que nos devuelvan la identidad robada y el gusto por la existencia en toda su plenitud. El mayor homenaje que hemos de ofrecer a las víctimas de la pandemia, a esa mayoría silenciosa de ‘mayores’, llevados, como Jesús, como corderos inocentes al matadero, ha de ser este: Impedir que se vuelva a repetir el absurdo mundo que hemos vivido, alejado de todo sentido y sentimiento de humanidad, y de la fortaleza y la clarividencia de la fe. De esa bendita fe que ha mantenido durante años con vida y esperanza a nuestros ancianos en sus residencias o en sus casas.

Oremos especialmente por los miles de ancianos que han fallecido, por los que pueblan los hospitales, por sus familiares, que no cejan de sufrir, por los responsables y cuidadores de las Residencias de Ancianos, que tienen un increíble trabajo a sus espaldas, que han enfermado muchos de ellos por falta de protección, y que siguen, cargados de profesionalidad y de los mejores sentimientos, sufriendo codo con codo con nuestros Mayores.

Padrenuestro…

Ave María…

 

Antonio García Rubio.

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