Reflexiones desde San Blas en tiempos de cuarentena – Día 19º

Foto William Ehrendreich – PIXABAY License

Unidad Pastoral de San Blas
Parroquia de la Candelaria

Día décimo noveno del Estado de Alarma.
Miércoles, 1 de abril de 2020.

 

Buenos días, hermanos.

Extrememos nuestros cuidados, nuestra atención, especialmente con esa larga lista, que vamos teniendo cada uno, de infectados, de enfermos graves y de familiares de nuestros difuntos. Cuidémosles con la llamada, la escucha y las palabras.

Nos ha sorprendido la nieve. No es mala noticia. Mantengamos sano el corazón. Sigamos adelante. 19 días desde que se anunció el Estado de Alarma. Un crecimiento desmesurado de contagios. Nadie imaginaba esta gran pandemia, que tanto afecta a Madrid y a España. Cada día compartimos nuevos dolores por los que entran en ella, y nuevas alegrías por los que salen. Sigamos en oración continua. Esa oración que entra hasta lo más hondo del ser y que se pasa las horas compartiendo sufrimientos y esperanzas.

Ayer hablamos de la verdadera intimidad, la que vive, sirve y ama en el centro del pueblo sufriente. Hoy quiero hablaros de la «intimidad más íntima» que decía el gran San Agustín. ‘A solas soy alguien’, decía un poeta. La vida externa y superflua, la que hemos vivido en tantos días de normalidad, y que poco tiene que ver con la que vivimos ahora en nuestra reclusión, esa que le hacía decir a Machado: ‘Tengo mis amigos en la soledad, cuando estoy con ellos que lejos están’. Esa superficialidad fría, provocadora de feas soledades, junto a la desconfianza y las ambiciones, nos han ido destrozando como personas y como naturaleza. No lo olvidemos mañana.

Ahora, a solas, vemos que lo que nos constituye y ensancha el alma y el corazón, es lo que habita dentro de nosotros. Y a eso hemos de dedicarle tiempo, tanto los que están recluidos en la UVI, como los que lo están en la soledad de las habitaciones, sillones o camas de hospitales, como los que lo estamos en nuestras casas.

Aprovechemos esta oportunidad de tener tiempo, hasta ahora, única. Abraham escuchó a Dios, en los albores de nuestra fe, en la soledad del desierto, en su corazón poblado de arenas y de estrellas. Y en la soledad de los montes o de Getsemaní, Jesús habló con su Padre a corazón abierto y pidiendo que le salvara del amargo cáliz que tendría que beber. A la Samaritana le dijo que habríamos de adorar a Dios dentro de nosotros mismos.

Para intentar nosotros algo semejante, ahora se nos da el silencio. El gran lugar de la adoración a Dios está, como vimos ayer, en la atención a los que están más enfermos, más bajos o excluidos. Pero, para los ahora recluidos, enfermos o sanos, tenemos nuestro propio corazón como el verdadero lugar de adoración y de encuentro. El que reconoce a Dios en su corazón y entabla con Él una relación estrecha de amor y de crecimiento, como hijo y como persona, ya sólo deseará vivir para Él, para sus hermanos y para realizar su obra y su Reino. Eso le pasó, tras su conversión, a Carlos de Foucauld.

Sentado, dedica diez o quince minutos a entrar en el silencio de tu corazón. Respira lentamente. Persevera en la respiración. Ese es el camino. Encuentra un rincón dentro de ti, en medio de tu bosque interior, donde asentarte y quedarte. Será tu pequeño templo de oración. Arréglalo y permanece en él. No necesitas palabras, ni imágenes, ni sensaciones especiales. Acomódate en él y permanece ahí, quieto, lento, pausado, callado. Quédate y mira, contempla y escucha. No tengas prisa. El silencio te hablará de amor, de paz… Si te asaltan pensamientos o miedos no les prestes atención. Deja que se vayan. Concéntrate en respirar. Sé paciente. Espera. Respira una y otra vez. Insiste. Él está ahí. «Habla a tu Padre que está en lo secreto.» Muéstrale lo que pasa en tu vida, tus heridas, el aire que quieres respirar y no llega. Mira, escucha, permanece silencioso. «Al que llama se le abre; el que busca, encuentra; y al que pide se le da.» Lo dice Jesús. Confía. Reconócele en tu corazón. Abre tu puerta. Ama. Bendice. Da gracias en la tribulación. Él sana tus heridas con su consuelo. «¿Qué padre, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» No pidas sólo milagros. Pide serenidad, saberte amado…, pide fortaleza para resistir y remontar…, pide sanar para ayudar a otros; saber aceptar para levantarte…

Tiempos rudos, imposibles de pensar. Tiempos de aprendizaje. Tiempos para mirarlo todo desde el corazón. Ahí, en tu templo interior, en ese silencio cuidado, quizá puedas entender algo de lo que es incomprensible. Quizá logres salir de esos minutos de silencio orante con un corazón más sereno y más sano. Para sanar tu cuerpo, comienza sanando tu corazón. Nota, con un poco más de alegría, el palpitar de la vida. «El que cree en mí, no morirá para siempre.» Si has nacido para vivir, vivirás.

Concluye rezando en tu corazón por tus hermanos, por el mundo entero, por los que están como tú o peor que tú. Paz.

Padrenuestro…
Dios te Salve María…

Antonio García Rubio.